Existen muchas interpretaciones genuinas de día de muerto. Cada familia y región las crea con sus recuerdos, a partir de sus cultivos y flores, de los ingredientes y especies que los han acompañado toda la vida, y, en cada casa y en cada cementerio, se encienden veladoras y se adorna con flores para inundar todos los sentidos en este gran encuentro. La razón es el gran encuentro humano, pues no sólo abarca múltiples regiones, momentos históricos, culturas y tradiciones, sino también variadas dimensiones: la real y la imaginaria; la racional y la lúdica; es el único encuentro entre la vida y el más allá incluido.
Un encuentro permisivo, participativo, abierto a todas las culturas y a todas las personas y regiones del mundo. Un encuentro que es un juego en el que todos pueden tener un lugar, una vela, un canto y una flor.
Un juego en el que nadie pierde, nadie se pierde.
Todo se encuentra.
Una celebración que ha sido punto de apoyo indispensable para poder seguir la ruta. Que ha sabido acompañar los peores duelos colectivos de una nación que, para empezar, perdió 90 por ciento de su población en los primeros años de la conquista, no por una guerra, sino por enfermedades insospechadas e incurables. Se trató de un momento histórico en que la iglesia y los ritos indígenas tuvieron que echar mano de todos sus recursos simbólicos para apoyar las innumerables pérdidas, creando un ritual mestizo, sincrético, complejo y maravilloso como es la celebración de Día de Muertos.
La Revolución mexicana fue otro periodo histórico en el que también se perdieron millones de vidas tristemente y en el cual la celebración se enriqueció por lo mismo. En esta época se generó un tipo de gráfica y caricatura política que tuvo en José Guadalupe Posada a un gran artista, quien con su humor, crítica y arte creó y recreó el acontecer histórico con todo tipo de calaveras. Los esqueletos y cráneos han sido ese icono que, desde los códices y los templos prehispánicos, han atravesado la historia de México hasta el siglo XXI. El Día de Muertos vuelve cada año y se refuerza más allá de las fronteras por esa profunda necesidad de compartir, acompañar, dignificar y memorar a quienes se nos han ido.
A nivel nacional es un ritual que hasta nuestros días permite hacer frente a múltiples duelos, colectivos e históricos, y desde el punto de vista internacional siempre ha causado curiosidad y asombro debido al enorme tabú que existe sobre el tema de la muerte en el mundo occidental; sin embargo, ahora con un duelo global y simultáneo como el causado por todas las pérdidas vividas durante la pandemia, el interés y la aportación de esta tradición puede ser aún mayor.
La celebración de Día de Muertos es en sí, una maravillosa propuesta cultural que busca contrarrestar el aislamiento y el dolor a través del encuentro colectivo; es una tradición que, tendiendo como puente la memoria de los que se nos han ido, trae a la mesa los sabores, los aromas, las luces, los cantos y el calor de un ritual abierto para compartir y acompañar el duelo que todos estamos viviendo.
Es una celebración que se mestiza desde hace muchos años en múltiples géneros artísticos e idiomas sin perder su esencia más tradicional.
¿Por qué la celebración continúa? A mayor cantidad de muertes, pérdidas y duelos inconclusos e inexplicables, es mayor la necesidad de sanar y sobrellevar las penas con los demás. Los duelos no paran, la enfermedad y la muerte amenazan al mundo entero y no hay medicina que cure todo eso; por el contrario, todo nos invita a encontrar nuevas formas para acompañarnos en este periodo tan complicado.
El Día de Muertos no sólo se dedica a nuestras muertes próximas, también a las distantes y anónimas, a los que no hemos encontrado y merecen nuestro canto.
Para todos ellos, siempre hay algo que ofrendar y compartir
desde cualquier lugar.
Una alfombra cálida de pétalos se abre para todos los que quieran entrar.
A una ofrenda, a un tzompantli mínimo o monumental
que recuerde los templos y su fuerza de piedra y hueso,
desde una o múltiples imágenes ascendentes
del rico mosaico de color, aroma, luces y sabores que conforman el festín.
El altar es una fiesta en sí misma,
una retícula donde al acercarnos, podemos saborear y acariciar con la mirada
cada uno de los platillos rodeados de su sensual indumentaria.
De aromas, cera, papel picado, especies e innumerables flores.
Un paisaje de motivos cíclicos que van glosando el poema de una gran celebración. El Día de Muertos es una narrativa que constituye un poema con infinidad de estrofas tradicionales, es parte de un lenguaje cuyos vocablos son los colores y texturas del papel, el azúcar, los recipientes y platillos más genuinos que se colocan en cada altar.
Celebración colectiva.
La memoria como la capacidad humana por excelencia,
la memoria como el motor de la cultura y el tejido histórico de un pueblo,
la memoria como el instrumento de sanación de los duelos muy profundos.
La memoria como raíz de todas nuestras fiestas.
Una ofrenda es un camino,
un mosaico de aromas y pan.
Compartir el pan, las flores y nuestra mesa es compartir la fe, la capacidad de resiliencia y la esperanza de nuestra especie.
Celebrar es una capacidad humana por antonomasia. Es la certeza de estar vivos y, por lo tanto, la celebración de Día de Muertos es una celebración de la vida, de su ciclo, que incluye la muerte. Desde la capacidad de traer a la memoria la vida de los que se fueron: sus gustos, sus recuerdos, sus imágenes.
Celebrar es una capacidad colectiva fundamental que en muchos lugares ha ido perdiendo sus motivaciones más genuinas y sus rituales más profundos, en pos de un individualismo competitivo y voraz. El don de celebrar es comunitario y no responde al individualismo que ha dado excesiva valoración al dinero y a la mercancía como los medios de intercambio fundamental entre las personas, culturas y naciones. Todas las fiestas del mundo occidental empiezan y terminan en el supermercado mientras que la de Día de Muertos está “todavía” en los mercados locales de flores, en las cocinas tradicionales, en los talleres de dulces de antaño, en las panaderías de pueblo, en los ingredientes sembrados para la temporada.
Celebrar el fuego, la caza, la siembra, la lluvia, la unión, el nacimiento y las despedidas, significa la posibilidad de marcar y valorar los momentos fundamentales en la vida de las personas y de las comunidades a las que pertenecemos. Celebrar es hacer y preservar la cultura de nuestros símbolos y rituales, volviéndolos parte de nuestras historias personales y colectivas. Celebrar la vida y la muerte es abonar a la memoria de los que se han ido, de los que se quedan y de los que vendrán. De ahí que considero la posibilidad de celebrar —igual de importante que la razón—.
Si en el mundo occidental y cartesiano lo fundamental es “pienso, luego existo”, en México, donde celebramos hasta la muerte, nuestro lema es “celebro, luego existo”. Pero lo más importante es que es un verbo que no se conjuga en singular, que no tiene sentido, como no lo tiene el hecho de existir en soledad.
Nuestro lema entonces sería: “Celebramos, luego existimos”.
PAL