“En señal de mi admiración por su genio, este libro está dedicado a Nathaniel Hawthorne”, escribió Herman Melville como dedicatoria de su monumental Moby Dick. Al autor de La letra escarlata, Melville lo había conocido furtivamente, mientras se atajaban de una lluvia durante una excursión a Monument Mountain, en el estado de Massachusetts. De ese encuentro, surgiría una sólida, pero breve amistad de apenas dos años.
Hawthorne se elevaría aún más a la fama; Melville, aunque ya gozaba de cierta celebridad que le habían dado sus primeras cinco novelas, acabaría prácticamente en el olvido y la publicación de su largo relato sobre la caza de la ballena blanca, aparecido en 1851, sería el inicio de una vida de penurias. El neoyorquino tenía 31 años cuando fracasó: su libro fue prácticamente ignorado y las ventas jamás repuntaron.
Pero la historia jamás será injusta: han tenido que pasar 200 años del nacimiento de Melville, fecha que se cumple justo este 1 de agosto, para que el mundo se rinda a sus pies. Herman Melville, ha escrito Fernando Savater en un artículo para El País, “es un escritor al que podemos calificar de grande sin miedo a ser desmentidos por los siglos”; Borges lo incluyó en esa lista de grandes hombres secretos que la tradición estadounidense sabe dar y, para Carlos Fuentes, Moby Dick es “la más extraordinaria novela de la literatura estadounidense del siglo XIX”.
Como el enorme cachalote que protagoniza su novela (una historia antecedida por más de 80 citas y cuya traducción más célebre al español, la de José María Valverde, jamás incluye menos de 600 páginas), Melville parece avasallado por su libro más conocido. Su historia, sin embargo, comprende 14 libros de narrativa y cuatro más de poesía, así como un largo kilometraje de andanzas y aventuras, entre el peligro y la penuria.
Sus dos primeros libros –Typee y Omoo– cobraron fama como las vivencias de un aventurero por los Mares del Sur. Melville se embarcó en un barco ballenero cuando rondaba los 20 años, pero seis meses después de zarpar, el futuro escritor decidió desertar junto con un compañero e internarse en la isla de Nukuhiva, en el archipiélago de las Marquesas, en la polinesia francesa.
Los dos aventureros serían capturados por una de las tribus más temidas: la typee, a la que se atribuía costumbres caníbales. Melville saldría bien librado y la misma tribu le embarcó en otra nave que le llevó a Tahití. En total, pasó tres años y nueve meses de barco en barco, acumulando experiencias que después aparecerán en sus libros. Pero si la suerte sonrió a Melville en materia de aventuras, no pasó lo mismo con la de escritor.
La recepción de su siguiente novela, Pierre o la ambigüedad, después de Moby Dick, es desastrosa. Melville trabaja de lo que puede; el almacén de su editor, Harper, se incendia y las llamas arrasan con el stock de sus obras, escasamente vendidas. Padece reumatismo y ciática y le atacan crisis nerviosas. Aun así puede viajar a Europa, donde ofrece conferencias por un pago mediocre. Cuando consigue el puesto de inspector de aduanas en Nueva York, la crisis económica cesa, pero no la moral: varios de sus familiares mueren entre 1867 y 1876.
Dedicado ahora a escribir poesía, Melville está cansado, y el 28 de septiembre de 1891 muere de una dilatación cardíaca. “En la semana en curso ha fallecido a edad avanzada, y ha sido enterrado en esta ciudad, un hombre tan poco conocido, incluso de nombre, de la generación que actualmente está en la flor de la vida, que únicamente un periódico publicó en su obituario una nota de cuatro o cinco líneas”, dio cuenta The New York Times sobre su muerte, en octubre de ese mismo año.
Por Luis Carlos Sánchez
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Melville, más que Moby Dick
Considerado el padre de la novela estadounidense, no fue hasta la segunda década del siglo XX que su nombre y obra fueron revalorizadas