Durante estos últimos meses he percibido constantemente una sensación extraña de angustia. Varias ideas rondaban mi cabeza consumiendo mi mente y mi tiempo, quitándome el sueño en las noches y distrayéndome a todas horas. Luego llegaron las fiestas navideñas y estas ideas se desvanecieron al ser remplazadas por las letras de los villancicos, la receta del famoso bacalao de mi abuela y la lista de regalos pendientes que debía comprar.
Curiosamente, tras Nochebuena, después de haber entregado todos los regalos, tras haber cocinado el bacalao y una vez que me acabe la voz cantando toda la playlist navideña de Spotify, estas ideas volvieron a tener lugar en mi mente.
Los últimos días de 2018, al salir a la calle, en las filas del supermercado, en las entradas a las iglesias, y en los centros comerciales, no escuché otra cosa más que a la gente repasando y meditando sus propósitos para Año Nuevo.
Me entusiasmó ver que la gente ansiara la llegada de este nuevo año tanto como yo, pero siendo realista, sabía que desgraciadamente la mitad de las personas no cumplirían esos propósitos. No porque no fueran capaces, sino porque podría firmar, aquí y ahora, que la mayoría de esas palabras que tanto recitaban en su mente y sacaban de su boca no eran más que sinónimos de las ideas de alguien más.
Cuando llegué a esta conclusión fue cuando hice la conexión exacta que necesitaba hacer para comprender esas ideas que últimamente habían estado rondando por mi cabeza antes de Nochebuena. Pero esta vez al pensar en esas ideas no me perturbaron, sino que me hicieron reflexionar sobre un tema específico: la forma de vida que llevamos actualmente.
Cuando somos niños ansiamos convertirnos en adultos para poder hacer con nuestra vida lo que queramos, y aportar un grano de arena a la evolución de nuestra sociedad.
Pero luego somos adultos y deseamos volver a ser niños para leer El Principito con nuestra miss de español y comer papas adobadas y tutsi pops en los recreos.
Está claro que algo pasa durante esos años que crea una incongruencia en nuestros pensamientos, pues no creo que con esto nuestros verdaderos deseos y pasiones desaparezcan para siempre.
Por eso pienso que estos propósitos de Año Nuevo realmente no resuelven el problema principal de nuestras vidas. Pues no servirán de nada si nunca nos preguntamos si realmente estamos viviendo la vida que queríamos desde niños, o si estamos sobreviviendo a la vida que alguien más ha construido para nosotros.
Efectivamente, las ideas que habían estado perturbando mi mente podían al final de cuentas reducirse a una sola. Con el paso del tiempo, nuestras mentes han sido metidas dentro de una caja que sólo puede abrirse cuando alguien desde afuera desea que se abra. Nuestra creatividad e inteligencia sólo tienen valor cuando esa persona del exterior lo decide. Cuando ese perro guardián considera nuestras aspiraciones útiles e indefensas. Cuando nuestros pensamientos quieren salir de esa caja y crear diversidad e innovación, sólo esa persona decide si sucederá o no. Creando como resultado un desperdicio excesivo de potencial humano que podría dar fruto y transformar naciones enteras en todos los aspectos, sólo si salieran de esa caja.
¿Desde cuándo dejamos de disfrutar y pensar en hacer lo que nos apasiona, en soñar en dejar huella, en cambiar vidas o cumplir sueños? ¿Desde cuándo reemplazamos estos pensamientos por la obligación y preocupación de alcanzar los estándares de vida de alguien más?
Puede que, en la vida de las personas, ese ser humano que tiene el poder de abrir la caja sea diferente en cada caso. Pero lo cierto es que todos nosotros, en algún punto, aceptamos meternos dentro de esa caja y someternos al control.
También puede ser que nosotros estemos jugando el papel de perro guardián en la vida de alguien más, consciente o inconscientemente. El punto es que nosotros mismos hemos, poco a poco, ido destruyendo nuestro legado al aceptar y ceder a cualquier comentario dicho por “el bien común” y al tratar de decirle a la persona de al lado cómo tiene que vivir su vida, qué sería correcto o incorrecto, o cómo triunfaría, más o menos.
Creo que hace falta más que un millón de propósitos de Año Nuevo para cambiar el país en el que estamos viviendo. No bastan las aspiraciones, las promesas, ni las ganas de cambiar el mundo si no nos damos cuenta de que vivimos como marionetas reprimidas de usar nuestra inteligencia y creatividad para alcanzar el nivel de potencial al que verdaderamente podríamos llegar si dejáramos de sobrevivir.
¿Desde cuándo vivimos en la era de hielo? ¿Desde cuándo luchamos contra mamuts y matamos para sobrevivir a la escasez de comida? ¿Cuánto más esperaremos para cortar los hilos que atan nuestra capacidad de distinguir el verdadero concepto de la palabra vivir del de la palabra sobrevivir? En este mundo sólo tenemos una oportunidad y sólo nosotros decidimos si queremos disfrutarla de acuerdo a nuestras ideas y principios o de acuerdo a las ideas de los maestros, los científicos, los políticos, los doctores, los vecinos e incluso tu familia. Así que, en este nuevo año, ¿seguirás palomeando y tachando propósitos, o empezarás a reflexionar y verdaderamente cambiar tu forma de vida?
Por María Cristina Olivares Mieres