Leo, y deberían hacer lo propio, “Periodismo para la historia”, una antología con casi 700 páginas de las muchísimas entrevistas, crónicas y notas de corto aliento que publicó Julio Scherer entre fines de los 40 y 2015, el año de su muerte. ¿Qué nos encontramos en el libro? Aparte de unos cuantos textos sobre su vida en los medios, una muy jugosa lección, primero, de periodismo cultural, la rama del oficio donde probó armas y que nunca abandonó, y otro tanto de crónicas desde varios países.
La recomendación vale para cualquier lector, por las joyas testimoniales que incluye el libro. Están alguna entrevista con María Félix, un relato en primera fila de la muerte de Rivera, una serie de crónicas desde la China de Mao y, por supuesto, sus conocidas investigaciones sobre el golpe de Estado en Chile. Ahora bien: la mentada recomendación, que va a resultar odiosa, va dirigida sobre todo a los profesionales de los medios, por tres características de Scherer que están ausentes del periodismo actual.
La primera es la precisión, y me refiero a la del lenguaje. Las escuelas de periodismo enseñan el valor de la acuciosidad a la hora de citar una fuente, transcribir una entrevista, encontrar evidencias y cruzar datos. Y sí. Pero en el periodismo no es menos importante escribir con exactitud. Scherer, claramente, lleva esta exigencia a grados obsesivos.
No es necesario llegar ahí. Pero, dicho con claridad, es deprimente contrastar su manejo del español con la colección de inexactitudes (lo de “vehículo” por “camioneta”, “coche” o lo que sea, o lo de insistir con que estamos en “alerta amarilla”), cursilerías (“vital líquido”), obviedades (“hombres armados dispararon”) y, sobre todo, concesiones atroces al boletín de prensa.
La segunda característica es el escepticismo. De nuevo, es de llorar la manera en que damos por buenas las versiones oficiales (lo de repetir que “autoridades de los tres niveles de gobierno investigan”, como si nos constara), sobre todo en contraste con la manera en que Scherer observa para poner en duda, pregunta, a veces con una hábil apariencia de ingenuidad, o discute abiertamente.
La tercera, muy oportuna en épocas de influencerismo y youtuberismo, es la discreción; el pudor. La crónica, clásicamente, exige un balance sutil entre la presencia del testigo, o sea el reportero, en la narración, y su capacidad para no convertirse en el centro de la historia. Nostalgias al margen, funciona.
Vean, por ejemplo, cómo logra Scherer meterse literalmente hasta la cocina en el entierro de Vasconcelos, cuya casa, que inspecciona al detalle, se convierte en un retrato del hombre que la vivió, o cómo nos cuenta lo que quedó del cuerpo de Pedro Infante luego del accidente que lo mató.
En fin, colegas, les sugiero fraternalmente que hagan la tarea. Es muy grata, además.
POR JULIO PATÁN
COLABORADOR
@JULIOPATAN09
MAAZ