Las series mexicanas, en un porcentaje demasiado alto, tienen una factura muy chafona. Por ejemplo, sufren casi sin excepción de unos guiones que transpiran falsedad, sobre todo cuando tratan de convencernos de que dos o tres de los personajes sostienen una conversación espontánea, dizque normalita, y las actuaciones suelen ser muy malas, particularmente en los papeles no protagónicos.
Nos falta, sí, un laaaargo camino para ponernos en un nivel semejante no ya al de los gringos o los británicos, sino incluso a, por ejemplo, el de los españoles, que en los últimos años han pegado unos cuantos campanazos. Con todo, hay buenas noticias. Destacadamente, La cabeza de Joaquín Murrieta, que tiene unas cuantas semanas entre nosotros, recomendable, antes que nada, para los yonquis del western.
Porque es un western, en efecto, que, antes que a los clásicos-clásicos, como se ha dicho por ahí, remite a clásicos un poco más recientes y sobre todo menos bañados y perfumados, como los de Sam Peckinpah o Sergio Leone.
Es un western asentado en la frontera con Estados Unidos, concretamente en la California ya norteamericana, y habitado por una pluralidad de personajes que van de los soldados gringos, elegidos como los malos de la historia –malos que, en la que probablemente sea la única concesión al maniqueísmo en la serie, que necesita como todo western de un par de cabrones a lo que en serio quieras ver muertos para que la trama camine como es debido, son malos a rabiar–; a los indígenas que habitan la región en uno y otro país; a la población de origen mexicano, que sufre el racismo de los nuevos dueños de la tierra; a los inmigrantes chinos; a sacerdotes borrachos y pendencieros, y a veteranos del ejército mexicano como el protagonista, Joaquín Murrieta (Juan Manuel Bernal), un antihéroe en plena forma, malencarado y violento, ladrón y cínico, que sin embargo, así, muy a la manera de, digamos,
Érase una vez en el Oeste o The Wild Bunch, cae del lado del bien casi por milagro, por contraste con el entorno y sobre todo por sus contrastes interiores, esos que hacen de los malos-buenos del western bien hecho figuras complejas y verosímiles. Y funciona.
En torno a su figura, la de un bandido que en efecto existió y del que en sentido estricto sabemos poco o nada, como es normal en un “Robin Hood mexicano”, se construye una historia de venganzas inusualmente hábil para el realismo duro, violenta sin esteticismos, hecha de miserias, dientes podridos y destinos truncos, llena de un humor cáustico como el que mandan los cánones y, sobre todo, capaz de alejarse a largos ratos de las tentaciones de la corrección política, un cáncer literario, el de la condescendencia, demasiado habitual cuando aparecen en la trama los “pueblos originarios”.
Échenle un ojo. En Amazon Prime.
POR JULIO PATÁN
COLABORADOR
@JULIOPATAN09
MAAZ