Columna Invitada

El ejército de los ingratos o la naturaleza del escorpión

El príncipe debe estar atento a aquellos que prodigan sus virtudes y capacidades en tiempos de paz bajo estipendio, porque en tiempos aciagos el miliciano opta por la deserción o peor aún, cambia de bando

El ejército de los ingratos o la naturaleza del escorpión
Juan Luis González Alcántara / Columna Invitada / Opinión El Heraldo de México Foto: Especial

Ha sido contada muchas veces para pontificar sobre la naturaleza vil de las personas o de las cosas: la fábula de la rana y el escorpión, generalmente atribuida al genio de Esopo. Aún a sabiendas de que se ahogará, el escorpión pica a la rana en el cruce del río ante la incrédula pregunta de ésta: ¿por qué? No puede haber otra respuesta más que la que surge sinceramente del escorpión: es mi naturaleza.

La desmesura de las ambiciones personales puede arrastrar a los individuos a la autodestrucción, no en vano Ricardo III en el drama shakespeariano grita en desaforo “mi reino por un caballo”, poco antes de caer abatido por las huestes de Enrique Tudor, un destino que, nos hace ver la obra, había quedado sellado desde el momento en que, abusando de su capacidad como regente, matara a traición a sus sobrinos, los legítimos herederos del reino. Para el Bardo inglés, la lección es clara: ¿Qué clase de lealtad puede esperar quien, para alcanzar el poder, ha debido traicionar a los suyos?

En forma más política el genio florentino de Maquiavelo lo explica con realismo en El Príncipe al hablar de las formas de adquisición de un territorio para gobernar. Una de ellas es por fuerzas ajenas, como algunos casos de particulares puestos en el trono de Roma por la corrupción de los soldados imperiales. El punto es que, salvo que sean individuos de genio y valor, esos gobernantes se mantendrán gracias a las milicias que los sostienen haciendo de sus mandatos algo inestable y transitorio.

Tal vez fuera del caso del genovés Giovanni Giustiniani Longo que se mantuvo leal a las fuerzas constantinopolitanas contra el avance otomano en 1453, las fuerzas mercenarias oscilan en favor del mejor postor. Maquiavelo las calificaba de peligrosas e inútiles al carecer de unión, lealtad y disciplina y caracterizarse por la ambición. El mercenario es valeroso contra los amigos y cobarde contra los enemigos.

El príncipe debe estar atento a aquellos que prodigan sus virtudes y capacidades en tiempos de paz bajo estipendio, porque en tiempos aciagos el miliciano opta por la deserción o peor aún, cambia de bando.

Quizás uno de los mejores ejemplos puede encontrarse en la novela La hija del capitán, del ruso Alexander Pushkin. En el clímax de la historia, el protagonista, Pyotr Andreyevich, es capturado por Pugachov, un insurgente que pretende usurpar el trono imperial, y este último le ofrece perdonar su vida si se une a su causa. El protagonista se niega, alegando lealtad a la emperatriz, y Pugachov le pide que, al menos, prometa no pelear contra él. Pyotr nuevamente se niega, haciéndole ver a su interlocutor lo vacía que resultaría una promesa de lealtad cuando para cumplirla sería necesario traicionar a otros. Favorablemente impresionado, Pugachov decide perdonarlo, pues comprende que un oponente leal es más valioso que un aliado traicionero.

En el juego del poder, la tentación de cambiar de bando conforme soplan los vientos del destino resulta, para muchos, casi irresistible, ya sea por temor, ambición o una mezcla de ambos. Pero tanto la historia como nuestra tradición literaria ofrecen una ominosa advertencia: “De una u otra forma,” parece decirnos, “tu nombre pasará a la historia. De ti depende si tus descendientes habrán de proclamarlo con orgullo o si procuran ocultarlo con oprobio.”

POR JUAN LUIS GONZÁLEZ ALCÁNTARA CARRANCÁ

MINISTRO DE LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACIÓN 

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