LA NIÑA DE LA MONTAÑA

Un retrato de familia

En nuestras manos y en nuestra sangre está cambiar el destino de México, porque no somos un viejo retrato de familia atrapado en el tiempo, somos Guelaguetza, somos "posibilidad".

OPINIÓN

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Eufrosina Cruz / La Niña de la Montaña / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Especial

Tengo muchas memorias de mi infancia pero muy pocos recuerdos materiales. Tal vez, porque pienso que la auténtica riqueza de los seres humanos es la que llevamos en el corazón. Por eso, aunque para muchas personas es sorprendente, la capacidad de dar y compartir de nuestras poblaciones originarias es enorme y tiene un gran significado dentro de nuestros usos y costumbres.

A propósito de esta tradición de compartir, justo hace unos días se celebró la fiesta de la Guelaguetza, después de dos años de haber sido suspendida a causa de la pandemia. Y esa palabra que hoy está en boca de nacionales y extranjeros significa justamente eso: Guelaguetza es “Don de Dar”, porque los pueblos indígenas y afromexicanos hemos sobrevivido a lo largo de siglos gracias a este DON. Nuestra pobreza no es del estómago, porque en nuestros pueblos la comida no falta. Esta capacidad de resistir a pesar de las adversidades es una prueba de que no somos “vulnerables”, somos “posibilidades”.

Uno de los recuerdos que más he abrazado a lo largo de mi vida es una vieja fotografía, tal vez la única que se haya tomado durante mi infancia, en la que estoy junto a mis ocho hermanas y hermanos, todos de pie frente a una pared de adobe y mirando al frente; todos mirando al frente, menos yo. Porque desde que tengo memoria siempre he sido rebelde y por eso mis ojos se atreven a mirar hacia otro lado.

Ese día, mi madre me puso un vestido azul con olanes y pequeñas flores blancas. Esa fotografía hubiera sido el retrato perfecto de mi infancia y también de mi destino, porque en ella se advierte la pobreza del entorno, la sencillez y el desgaste de nuestras ropas, la piel reseca por la tierra y nuestras caras deslumbradas por el sol. Todos llevamos las manos vacías, pero lo esencial ya estaba ahí: los sueños y los ojos inquietos.

Ahora pienso que esa fotografía no es solo un cuadro costumbrista de mi familia sino es realmente el retrato de nuestra sociedad, donde todos miran al frente sin moverse y solo unos pocos se atreven a mirar hacia otro lado, buscando lo imposible y lo extraordinario.

Desde el año 2000 el INEGI reconoce 25 regiones originarias en nuestro país con una extensión de 383 mil 541.5 kilómetros cuadrados, que son el equivalente a casi el 20 por ciento del territorio nacional. En esas tierras que van desde la Sierra Tarahumara, la Meseta Purépecha, la Huasteca potosina, la zona húmeda de los Tuxtlas, la selva maya de Yucatán y las ocho regiones de Oaxaca, habitamos casi 17 millones de personas que nos reconocemos como parte de los 68 pueblos originarios de México.

De ese tamaño es la posibilidad de nuestros pueblos originarios para convertirnos en algo más que una triste y polvorosa fotografía. Tal vez lo que debe de cambiar es la manera en la que el mundo nos mira. Somos seres libres, pensantes, trabajadores y hemos estado presentes en cada episodio de nuestra historia. Hoy, somos la mayor fuerza de transformación con el poder cultural más grande y diverso de nuestro país, como lo demuestra la Guelaguetza de Oaxaca. Y en nuestras manos y en nuestra sangre está cambiar el destino de México, porque no somos un viejo retrato de familia atrapado en el tiempo, somos Guelaguetza, somos “posibilidad”.

POR EUFROSINA CRUZ MENDOZA
ACTIVISTA DEFENSORA DE LOS DERECHOS HUMANOS
EUFROSINA.CRUZMENDOZA2021@GMAIL.COM

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