Los procesos políticos toman tiempo para consolidarse, florecer y luego desaparecer. Ninguno es para siempre. Por más que un gobernante anuncie su ilimitada longevidad en el poder, en realidad ninguno puede asegurar nada. Desde las dinastías chinas, pasando por el imperio romano y atravesando los proclamados “mil años” del Tercer Reich en Alemania, los políticos festinan en anunciar su permanencia indefinida en el poder, para luego tener que dar lugar a lo inevitable: su desaparición.
América Latina no se queda atrás en su trova de gobernantes que han buscado “eternizarse” en el poder. El ejemplo cubano no tiene precio. Ahí están los ejemplos autocráticos de Somoza, Pinochet y Stroessner prolongando sus estancias en el poder con un uso descarado del poder represivo. Más recientemente en la región se acostumbra hacer “referéndums constitucionales” para prolongar la estancia en el poder a un gobernante. Ahí están los casos que combinan el “nuevo derecho” con la fuerza militar, como Hugo Chávez-Maduro en Venezuela, Evo Morales-Luis Arce en Bolivia, Daniel Ortega en Nicaragua, Correa en Ecuador. El festín bolivariano en pleno.
México no se queda atrás en su lista de gobernantes que buscaron prolongar su estancia en el poder. Ahí están los ejemplos de Porfirio Díaz, Plutarco Elías Calles vía el llamado “maximato” y luego el PRI, por vía de la figura de la transferencia del poder sexenalmente entre los mismos, aunque distinta cara. Como individuos o como instituto político, la prolongación de la estancia en el poder conlleva el mismo sello de garantía que amenaza con múltiples abusos, vejaciones, corruptelas y herejías.
Cuando el Presidente López Obrador propuso la reforma a la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos para consagrar la figura de la “revocación de mandato” pensaba en un instrumento para poder justificar la prolongación de su estancia en el poder. Influyó en AMLO lo hecho por Hugo Chávez quien realizó una consulta de revocación de mandato al inicio de su presidencia en Venezuela y donde participó casi el 70% del electorado. Chávez, en el pico de su popularidad, ganó arrolladoramente esa elección. Ahora podríamos pensar que contribuyó a su éxito la novedad del instrumento. En todo caso, el siguiente paso que tomó Chávez a partir del éxito en el voto revocatorio fue cambiar la Constitución de Venezuela para permitir su reelección indefinida.
Cuando AMLO propuso el voto revocatorio en sus primeros meses de gobierno, pensó que para el 2022 arrasaría en la elección revocatoria y, así, abriría la opción a su reelección. Pero, contrario a sus expectativas y supuestos, para el 2022 su gobierno había naufragado con un cúmulo de errores graves de gestión, de una ineficacia por su equipo de gabinete totalmente inexistente, arrinconado por la corrupción y la percepción, de los suyos, de que sus días en el gobierno están contados. Y por lo tanto se portan como piratas al abordaje de un barco lleno de oro.
Llegó el día del voto revocatorio y el resultado fue, para las intenciones reeleccionistas, un desastre. A diferencia de Chávez, no votó ni el 20% de posibles votantes y el resultado para López Obrador fue demostrar la debilidad y el retroceso en su atractivo electoral. La oposición llamó abiertamente a boicotear la elección y pudo jactarse de que más del 80% del padrón electoral prefirió no votar por él, por decisión política, por apatía o cualquier otra razón. Con ese resultado, quedó de manifiesto que no habrá reelección y que el gobierno de López Obrador no durará más allá del 30 de septiembre de 2024. El afán reeleccionista del Presidente quedó amargamente sepultado.
Pero el Presidente, ufano y echado para adelante, se niega a reconocer la realidad. Rodeado de una nube obnubiladora de “otros datos”, considera que el país va maravillosamente bien. No es capaz de asimilar que ha colocado a México sobre una ruta de colisión con las necesidades que tiene el país de paz, estabilidad y crecimiento económico. En vez de ello, prefiere seguir prendiendo más fuegos y provocando más conflictos.
Su estrategia económica de dedicar todos los recursos presupuestales del país a sus obras faraónicas (Dos Bocas, Tren Maya, AIFA, subsidio a las gasolinas y programas sociales) está colocando al gobierno en una situación de estrés grave y, posiblemente, de quiebra técnica. De ahí que su secretario de Hacienda y Crédito Público, Rogelio Ramírez de la O, prefiere renunciar en septiembre en vez de ir al Congreso de la Unión a defender un presupuesto para 2023 que considera inviable y que va contra los intereses del país.
El problema económico no solo estriba en la cuestión de las equivocadas prioridades presupuestales. Es que aparentemente el Presidente también está resuelto a enfrentar la posibilidad de extraer a México del T-MEC por la cuestión del sector energético de la economía. Pensando, como lo piensa él, que la soberanía se define por el control del gobierno sobre la generación de electricidad y el manejo único e indivisible del petróleo, pretende invertir todos los recursos presupuestales públicos en salvar a dos empresas ineficientes, sobreendeudadas y hundidas en corrupción. ¡Ahh, diría el Presidente, pero es nuestra corrupción! ¡La soberanía está a salvo!
Y eso a costa de destruir el sistema de salud y educación del país, además de abandonar el medio ambiente, la naturaleza y sacrificar generaciones de mexicanos por una política de negligencia ante el avance del crimen organizado. Aunque la violencia avance, pues también avanzará la soberanía nacional, ha de pensar.
A la par de la descomposición económica, avanza la descomposición política, dentro y fuera de sus propias filas. La guerra de los precandidatos presidenciales en Morena se desborda y, como sucede en todas las pugnas entre mafias políticas, la lucha por el poder y el control del presupuesto es prioritaria. Matarán por controlar el presupuesto y detentar el poder político. No es cualquier conflicto; no es una competencia olímpica. Para ellos es de vida o muerte; de libertad o de ir a la cárcel. De ese tamaño es el enfrentamiento.
La elección interna en Morena para definir cuál de los precandidatos controlará el proceso interno de selección del finalista en la competencia por la candidatura presidencial, se realiza este fin de semana y el siguiente también. Las acusaciones de deshonestidad e ilegalidad entre los equipos de los contrincantes presidenciables han llegado al punto que podrían dejar de ser contrincantes en buena lid para convertirse en enemigos frontales, con amenazas de cárcel de por medio. Me refiero, por ejemplo, al caso de cómo el equipo político de Sheinbaum está apuntalando la acusación de homicidio a miembros del equipo de Ebrard por la Línea 12 del Metro, acusándolos de ser los responsables de 26 muertes en el accidente del año pasado. En este caso, se amenaza con cárcel a responsables de muerte, y esa acusación podría escalarse a Mario Delgado, Presidente Nacional de Morena y a Marcel Ebrard, secretario de Relaciones Exteriores. No se oye muy amistosa la competencia, por decir lo menos.
Esa discordia interna, tanto en el gobierno como en el partido oficial, junto con la pérdida de consenso social, señala que el proceso de descomposición y desaparición del movimiento iniciado por López Obrador no solo ha empezado, sino que se acelera. ¿Llegará, incluso, al cierre del ciclo natural de este sexenio? La moneda está en el aire.
POR RICARDO PASCOE
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MAAZ