ANÁLISIS

La larga noche de la violencia en México

Las recientes agresiones contra sacerdotes tienden a ser trivializadas desde el poder

OPINIÓN

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Rodrigo Guerra López / Colaborador / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Especial

La larga noche de la violencia en México se extiende a casi todo rincón del país y cubre con su sombra a todo tipo de personas: mujeres, campesinos, maestros, presidentes municipales, periodistas y, por supuesto, sacerdotes. El doloroso caso del asesinato de dos jesuitas al interior de un templo en la Tarahumara nos muestra que las fronteras de la dignidad humana y de lo sagrado-cristiano fácilmente se rebasan cuando la irracionalidad de la violencia se impone como ley en una comunidad.

Para la Iglesia, las muertes de estos sacerdotes que buscaban proteger a una persona que buscaba refugio, son signo de una disponibilidad radical al cuidado del otro, en especial del otro indefenso, vulnerable, excluido y pobre, con el que Jesucristo se identifica. Para la sociedad en general, son señal de la insuficiencia y deterioro de las instituciones llamadas a salvaguardar la seguridad del pueblo real.

La intimidación también es parte de esta atmósfera: en los últimos días, el obispo de Zacatecas, Mons. Sigifredo Noriega; el arzobispo de Guadalajara, cardenal José Francisco Robles; y el obispo de Autlán, Mons. Rafael Sandoval, han sido interceptados en la carretera por parte de grupos del crimen organizado. A esto se le suma la golpiza que hace unos días recibió el padre Mateo Calvillo, conocido comunicador en Michoacán. Las graves heridas en su rostro no le impidieron decir: “El país se desangra, la violencia te puede arrollar. Necesitamos cuidarnos, no hay gobierno. ¿Qué podemos hacer?”

La contribución de los cristianos a la vida de nuestras deterioradas sociedades no es exacerbar la polarización sino dar pasos sólidos para la construcción de una paz con justicia y dignidad. Esto es complejo, luego de la agresión y de la lógica indignación. Por ello, se requiere de un nuevo protagonismo cristiano, menos asociado a ideologías, y más radical en su profetismo. El profetismo es anuncio de la buena noticia, denuncia valiente de la cultura de muerte, y acompañamiento a todos, en especial, al pueblo herido y sufriente.

Caminar con el pueblo, enjugar las lágrimas de la gente, y sembrar paz, con justicia y dignidad, es fácil de trivializar. La lógica del poder busca autojustificarse y mira con desdén la labor pastoral de los obispos y de la Compañía de Jesús. Aún recuerdo los primeros días de marzo de 1997, cuando los jesuitas Jerónimo Hernández y Gonzalo Rosas fueron torturados en una prisión de Tuxtla Gutiérrez. El que aquí escribe era director de la Comisión Episcopal de Pastoral Social. Llevé el caso al consejo permanente de los obispos. Días después, luego de un fuerte comunicado de la conferencia episcopal, soltaron a los sacerdotes. Posteriormente alguien me explicaría que habían sido obligados a afirmar en su declaración que no fueron lastimados.

El poder autoritario es especialista en retórica, es decir, en el arte de maquillar. Sin embargo, el sufragio silencioso de quien da su vida por el pueblo, es el que verdaderamente abona a la auténtica democracia. La democracia que se construye desde el servicio a los pobres, desde la fraternidad samaritana que recoge al herido, y desde lo profundo del alma. Democracia que está más allá de partidos e ideologías, y que es la única capaz de unificar verdaderamente a una nación.

POR RODRIGO GUERRA LÓPEZ
SECRETARIO DE LA PONTIFICIA COMISIÓN PARA AMÉRICA LATINA
RODRIGOGUERRA@MAC.COM

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