MIRANDO AL OTRO LADO

La amarga herencia de López Obrador

Flota sobre el paisaje político oficialista de México una densa nube de amargura y la premonición de fracaso

OPINIÓN

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Ricardo Pascoe Pierce / Mirando al Otro Lado / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Especial

Flota sobre el paisaje político oficialista de México una densa nube de amargura y la premonición de fracaso, encabezada por el Presidente de la República. “Ya no puedo más” dijo recientemente López Obrador, con el rostro surcado por el fracaso de su gobierno y la debacle de la transformación que ofreció.

Cuando se le preguntó por la posición mexicana ante la invasión rusa a Ucrania, no habló del tema, pero lanzó una enojosa y amarga diatriba sobre el supuesto injerencismo que, según dice, ejerce Estados Unidos contra su gobierno, y volvió a hablar sobre el hecho de que México no es un “protectorado”. Qué piensan los 21 millones de mexicanos residentes en Estados Unidos: ¿que viven en un protectorado o en un país que los protege del desgobierno del suyo?

El Presidente siempre ha sido amargo. Es portador de heridas añejas y gobierna el país sin un gramo de alegría. Cuando se ríe, es con sorna o desprecio, pero jamás con alegría festiva. Nunca piensa en unir al país, sino en cómo mantenerlo dividido.

Cuando plantea su reclamo a Estados Unidos sobre apoyos a la oposición, es inútil recordarle que el 90% del presupuesto del gobierno del país vecino, vía el organismo llamado USAID, se ejerce apoyando sus proyectos, muy especialmente a las consentidas Fuerzas Armadas. Muy poco de ese dinero va a organizaciones de la sociedad civil. Para el Presidente, ese problema minúsculo es un problema mayúsculo. En vista de que su gobierno no cree ni en la sociedad civil independiente ni en las OSC, y activamente promueve su desaparición, no es sorpresa que desaparezcan los fideicomisos que daban sustento a las actividades autónomas de esas organizaciones sociales.

Esa densa nube de amargura viene emanando desde Palacio Presidencial y se filtra hacia todos los poros de la organización política que da vida al gobierno actual. Tan es así que las actitudes del movimiento son de una fatalidad que promueve la confrontación interna sobre cuáles debieran ser sus posturas políticas. La sensación de que se asoma el final de su reinado flota sobre sus cabezas y perturba sus mentes. La sucesión presidencial adelantada ha venido a envenenar y debilitar al cuerpo político que ya no encuentra cómo apoyar al gobierno con eficacia.

Desde el Presidente y hasta el último cuadro de Morena están enfrascados en una batalla incesante por encontrar la definición exacta de su ruta y el mapa a seguir, ante la falta de definiciones claras, excepto que siguen el liderazgo impreciso de un solo hombre. No hallan la cuadratura al círculo. Es la misma batalla que ha atravesado y dividido a la izquierda latinoamericana durante toda su existencia. Me refiero a la amarga y odiosa lucha entre facciones para decidir quiénes eran los revolucionarios y quiénes los socialdemócratas, o reformistas. Quiénes son los buenos y los malos. Los fieles y los traidores. Por eso se matan entre ellos. No existe conciliación posible entre posturas tan extremas. La descomposición sandinista es un ejemplo clarísimo de esto.

Esta guerra interna de acusaciones entre sus dos alas terminó deformando a la izquierda. La tornó incapaz de gobernar dentro de los lineamientos institucionales de una democracia funcional. Los revolucionarios querían todo el poder para siempre y no concebían perderlo en una siguiente elección, porque se consideraban los elegidos del pueblo, esos que nunca se equivocan. Preferían anular las elecciones. Los revolucionarios justifican transformarse en autócratas “de izquierda” para gobernar con mano dura “en nombre del pueblo”. Son mesiánicos autonombrados que gobiernan como dictadores.

Los socialdemócratas-reformistas aceptan gobernar dentro del orden institucional republicano y plural. Pero cuando alcanzan el poder, están prácticamente condenados a perder las elecciones porque quedan atrapados en las contiendas democráticas entre dos potentes fuerzas contrarias: por un lado, la oposición de derechas autoritarias, liberales y centristas, y, por el otro, con la oposición de los “revolucionarios” autocráticos.

Resulta que este proceso está ocurriendo dentro del gobierno y el gabinete de López Obrador, aunque con una nueva terminología que oculta su densa y violenta disputa. Dentro del bloque político llamado Morena se acusan de ser neoliberales unos mientras los otros son los radicales. Los neoliberales serían los reformistas o socialdemócratas y los radicales se consideran los revolucionarios modernos.

Son etiquetas que desde posiciones ideológicas contrarias están peleando por el poder. Disputan las migajas que dejará su movimiento después del inevitable ocaso del líder. El Presidente, bonapartista o cesarista en su conducta, quiere mantenerse arriba y afuera del pleito a muerte dentro de su partido, sin mancharse. Pero es testigo mudo de la descomposición del bloque electoral que formó y cuyo único propósito programático era la toma del poder por López Obrador. El hombre era el programa. La guerra interna en ese partido es violenta, porque cuando quieren definir posiciones políticas comunes descubren que no existen visiones comunes sobre el qué hacer.

Los radicales quieren estatizar la economía, regular hasta su extinción a la iniciativa privada, controlar el órgano electoral con incondicionales, acercarse a Rusia y China atraídos por sus regímenes de mano dura, y enfrentar a Estados Unidos y España en todos los terrenos, por considerarlos símbolos originales y la cristalización de la desgracia nacional.

El bando “neoliberal” cree que el bloque regional del T-MEC es el modelo adecuado de inserción en la economía global, siendo la ruta de salida para que México pueda regresar a la senda del crecimiento económico y, por tanto, a la generación de empleos y mayores satisfactores para la población. Significa, en consecuencia, ser respetuoso de la iniciativa privada y el Estado de derecho. También asume el propósito de ser parte del mundo liberal y republicano, con instituciones democráticas fuertes. Significa ser parte de Occidente.

Las dos concepciones coexisten hasta el momento dentro de Morena. El Presidente ha expresado su personal empatía e inclinación por el modelo rupturista con Estados Unidos y España, favoreciendo a Rusia y China, y es notoriamente anti empresarial. Pero como gobernante no se atreve romper con el T-MEC y el bloque de América del Norte, por la sencilla razón de que no tiene una propuesta de un modelo alternativo. Es contundente la ubicación geográfica mexicana como determinante para definir sus opciones posibles como sociedad. Si no lo creen, pregunten a cualquier ucraniano.

Morena ha entrado en la crisis de su ocaso, al igual que Presidente y líder. De ahí el exabrupto “Ya no puedo más”. Y tiene razón. El fracaso de su gobierno ya es inocultable. Por más mañaneras que haga, la realidad empieza a sepultar los esfuerzos presidenciales por evadirla. Hoy por hoy, él es el único que se fuga de sí mismo y de los hechos que conforman y definen su gestión de gobierno. El rostro del fracaso se asoma, fiera e insoportable.

Es cada vez más evidente que Morena es un movimiento y gobierno de un solo sexenio. Después del 2024, si no se disuelve, explotará en pedazos, escupiendo odios y recriminaciones entre sus mil distintos e inconexos integrantes. Ese vasto manto de amargura será, en última instancia, la herencia que dejará López Obrador a México.

POR RICARDO PASCOE

ricardopascoe@gmail.com

@rpascoep

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