COLUMNA INVITADA

El horario de Dios

El asunto del ahorro de energía, por cierto, será el dolor de cabeza por lo que resta del siglo.

OPINIÓN

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David Martín del Campo / Colaborador / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Especial

La hora de México está en Haste, así lo anunciaba hasta el cansancio la retahíla comercial de XEQK, la emisora denominada precisamente “La hora”. Había que escucharla, minuto a minuto, para no llegar tarde al colegio. Son las siete y cuarenta y cuatro minutos, ¡Tiiiin! …ya, córrele que no llegas. 

La discusión llegó a la más alta tribuna del país. Había que dilucidar sobre un tema cimero que transformará el semblante ciudadano: conservar o no el horario de verano. La idea venía de lejos, cuando el neoconservadurismo se apoderó de las altas esferas del poder y nos endilgó ese horror enemigo del ciclo circadiano. Se había inventado en los países desarrollados, dizque para ahorrar energía, así que desde 1996 se impuso ese bodrio enemigo de la relojería natural.  

No por nada, en su oportunidad, el entonces diputado Macedonio Félix Salgado, denostó contra esa iniciativa del presidente Ernesto Zedillo que pretendía equipararnos a naciones como Japón y Alemania. Y no –peroraba desde la alta tribuna el perredista de entonces–, porque gente como él vería dañada una costumbre muy personal que definió como ejercer “el mañanero”. Luego citó a don Carlos Madrazo, antiguo dirigente del PRI, quien alguna vez aseverara que “si el pueblo dice que a las doce del día es de noche, hay que encender la luz; porque el pueblo es el que manda”. 

 Ahora ha ganado la tesis circadiana, es decir, aquella que asegura que hay que dormir de noche y estar vigilantes (más o menos) de día. Así, la diputada Irma Juan Carlos argumentó la semana pasada que el nuevo reloj, decidido por mayoría, “será el horario de Dios, y no el horario neoliberal de las dependencias”. Alabado sea.  

El asunto del ahorro de energía, por cierto, será el dolor de cabeza por lo que resta del siglo. Tiene que ver, fundamentalmente, con el calentamiento global que padecemos desde hace algún tiempo, y cuyas consecuencias son cada vez más palpables. Sequías anormales, tormentas incontenibles. Incendios de pavor, inundaciones que arrasan con todo.  

Hasta donde sabemos, para obtener energía es necesario quemar carbón o petróleo pues, de esa forma, se impulsan las turbinas que ponen en movimiento los rotores electromagnéticos generadores de electricidad. Las turbinas de las represas hidroeléctricas, o los rotores de los “molinos” de generación eólica (tipo Iberdrola), participan también con su aporte energético, lo mismo que las instalaciones de generación solar. Pero lo dominante son las plantas quemadoras de combustibles fósiles, que contribuyen a la emisión del CO2 que, de hecho, ha cambiado ya el clima mundial. 

Lo consecuente será al continuo deshielo de los casquetes polares, de Groenlandia, lo que producirá una elevación paulatina del nivel del mar (que podría ser de 30 metros), y el hundimiento de muchas llanuras costeras, de modo que sitios como Venecia y Alvarado quedarán con los cimientos bajo el agua. Y el consecuente éxodo que derivará del fenómeno. 

Habría que considerarlo: buena parte de las migraciones históricas han sido consecuencia del clima. El hombre de Bering y el éxodo de Moisés a través del desierto. Ante todo la suavidad de los climas templados (¿no es frase inmortal, aquella del barón de Humboldt que describió a Cuernavaca “como “la ciudad de la eterna primavera”?). Vivir en el legendario Distrito Federal o en los infiernos de Mexicali o Coatzacoalcos que, si han sobrevivido, ha sido gracias al invento del aire acondicionado (CA).  

No es ningún secreto que a partir del los años cincuenta el sur de los Estados Unidos (“the sun belt”), desde California hasta Florida, triplicó su población en veinte años, cuando los hogares, las oficinas y las escuelas gozaron de ese invento de salvación. 

Habrá, pues, que preguntarle a Dios y su reloj si el retorno al horario bíblico habrá o no de contribuir a la moderación de los complejos termoeléctricos. Es decir, ¿el abandono del horario neoliberal nos llevará al nuevo Diluvio Universal? Hagan sus apuestas.

POR DAVID MARTÍN DEL CAMPO

 

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