Uno de los fetiches predilectos de la oposición es reivindicar su misión histórica de servir como “contrapeso” al gobierno de López Obrador. Así expresada, la frase gira en torno a un vacío. ¿oponerse a qué y para qué? Como son tan evidentes las limitaciones del argumento, ese vacío se busca colmar introduciendo un alarmismo que, hasta ahora, ha tenido poco eco en la sociedad: hay que defender a la democracia de la regresión autoritaria promovida por aquel salvaje sureño.
El problema es que esta estrategia, lejos de convencer a sus posibles electores, ha dejado a la oposición aislada. Incapaz de ofrecer una lectura más refinada de lo que se expresó en la elección de 2018, hasta ahora sólo ha logrado convertirse en la custodia de una verdad que sólo comparte una minoría intensa. Quién se atreva a señalar la parcialidad de esta verdad, es rápidamente acusado de ser un fanático y sectario. Indignados e incomprendidos: un camino directo al fracaso.
El último intento de generar un polo que aglutine a la oposición partidista y social en torno a esta hipótesis catastrofista fue el lanzamiento de “Unid@s por México”, organización promovida por el maestro titiritero, Claudio X. González. Ante los desatinos de la alianza entre el PRI, PAN y PRD, el repliegue estratégico en la “sociedad civil” es, a estas alturas, una respuesta de manual en la política mexicana. Nombre diferente, foto repetida y esperar a que la misma estrategia tenga mejores resultados.
La carga política que en nuestro país tiene el término “sociedad civil” es una verdadera singularidad. La explicación a este curioso fenómeno debe buscarse en la historia reciente y no es atribuible a un único sector. También desde la izquierda hemos aportado nuestro granito de arena. A la mente se me viene la colección de ensayos de nuestro querido Carlos Monsiváis y que situaba entre el movimiento estudiantil del 68 y la respuesta ciudadana al temblor de 1985, el parto de una sociedad civil movilizada en la que se cifraban todas las esperanzas de democratización del régimen priista.
Política corrupta, ciudadanía buena. La carga moral del término sociedad civil es el registro de una impotencia sublimada. Ante las dificultades de democratizar el Estado, la sociedad civil fue elevada al estatuto de última reserva de la moralidad pública. Pero, como un regalo envenenado, el término reproducía las propias condiciones de la derrota. La ciudadanía había salvado su alma a costa de prescindir de la política representativa.
La democracia es, esencialmente, un régimen de organizaciones ciudadanas que incluye a los partidos políticos y -agárrense- al propio Estado. Se espera, también, que la ciudadanía participe activamente en la formación de la voluntad del Estado. Las fronteras entre sociedad civil y Estado en la democracia son así mucho más porosas y lo importante es que sus aduanas conecten las representaciones sociales con las decisiones estatales.
Con ese repliegue a la sociedad civil la oposición parece alejarse un paso más. Leer a la abrumadora mayoría que el oficialismo construyó en 2018 como una ensoñación populista de la cual algún día la ciudadanía se va a despertar, es negarse a participar de esa legitimidad social que presiona no para volver a la misma democracia del pasado sino para construir algo mejor hacia adelante. ¿Oponerse a qué y para qué?
POR ADRIÁN VELÁZQUEZ RAMÍREZ
COLABORADOR
@ADRIANVR7
MBL