Las Fuerzas Armadas (FFAA) son quizá, de entre las instituciones más relevantes del país, la que menos se ha adaptado a las nuevas realidades del Estado mexicano moderno.
La transición del partido hegemónico al pluralismo democrático significó cambios institucionales profundos, como la ciudadanización de la autoridad electoral, con el INE, o la transparencia gubernamental como derecho exigible, con el INAI.
En general, el aparato estatal (sobre todo el federal) quedó sujeto a mayor rendición de cuentas y se empezaron a acotar sus márgenes de discrecionalidad.
Las FFAA no han marchado al mismo ritmo. Según el mítico arreglo posrevolucionario, a mediados del siglo XX los gobiernos priistas lograron despolitizar al Ejército y separarlo de los asuntos civiles. En realidad este fue un proceso incompleto, donde, a lo largo de las décadas, ha persistido el uso de los militares para propósitos policiales o políticos, así como la incursión intermitente en política de aquellos, como ha documentado Thomas Rath.
Más importante, dicho arreglo otorgó amplísimos márgenes de autonomía a las FFAA, basados en entendimientos oficiosos y complicidades de coyuntura, sin suficientes asideros legales que garantizaran realmente la primacía civil. Somos, por ejemplo, uno de los pocos países cuya Secretaría de la Defensa no puede ser encabezada por un civil.
En mi etapa como servidor público, atestigüé personalmente el compromiso y profesionalismo de nuestras FFAA. Con todo, en cualquier institución, cuando se combina el poder sin la rendición de cuentas, como ha ocurrido con el Ejército, es inevitable que paulatinamente la discrecionalidad se convierta en opacidad, excesos, impunidad y, sí, en corrupción.
Esta realidad quedó expuesta con el hackeo del grupo Guacamaya. Las irregularidades son gravísimas: espionaje político ilegal, venta de armas a grupos criminales, actos de corrupción en la contratación de obras y servicios, que en algunos casos el Ejército tuviese información para detener delincuentes e incluso evitar tragedias, pero decidiera no intervenir. La reacción al hackeo es, en sí misma, ilustrativa: el silencio opaco. Nadie ha asumido responsabilidades, ni se han explicado las fallas a la ciudadanía, y mucho menos se ha dicho cómo se subsanarán.
Pese a todo, el Presidente le da a las FFAA cada vez más funciones y negocios que invaden la esfera civil. Con más poder y menos supervisión, lo que aún existe de mando civil se evapora rápidamente a ojos de los altos mandos.
Sin ir muy lejos, ayer la Sedena rechazó la solicitud para ir a la Cámara de Diputados a rendir cuentas, así como se ignoraron los compromisos constitucionales de 2019, en seguridad pública. La militarización de la Guardia Nacional, impulsada por la Secretaría de la Defensa Nacional, fue otro atropello a la Constitución.
Esto no es bueno para el país, como lo demuestran los abusos expuestos por Guacamaya, pero tampoco para las mismas FFAA, cuyo prestigio cada vez queda más comprometido, al diluir su misión esencial con funciones ajenas a su naturaleza, que abren la puerta a los excesos y las exponen a mimetizarse con los peores vicios del sistema político.
Todo esto hace urgente plantear la reforma largamente aplazada a las FFAA: armonizar los imperativos de la seguridad nacional con los de la democracia, incluyendo la transparencia y rendición de cuentas; definir un marco legal en labores extraordinarias de seguridad pública; introducir el control civil no como sobreentendido sino como realidad jurídica plena.
POR GUILLERMO LERDO DE TEJADA SERVITJE
COLABORADOR
@GUILLERMOLERDO
PAL