No tenemos prisa alguna y, sin embargo, nos acucia la impaciencia…
¿Cuántas veces al día tenemos esta sensación?
Trabajar menos y producir más fue una de las promesas de la revolución tecnológica, pero las estadísticas indican que trabajamos 250 horas más que durante los años setentas.
Y es que, en este mundo de hoy, el tiempo se nos escapa de las manos como la arena del viejo reloj. El tiempo es el opresor definitivo, y no hay otra opción que declararle la guerra, así es.
En la sociedad actual, el tiempo es nuestra segunda sombra: nos acompaña allí donde vayamos y constantemente nos recuerda
su presencia.
Como un tirano invisible guía nuestros actos y nos empuja a una carrera infinita que estamos condenados a perder: “alta velocidad sin límites”, “conexión 5G”, “fast learning”, y un largo etc.
Nuestros sueños colectivos se proyectan sobre las estrellas e imaginamos naves más veloces que la luz.
Nuestra obsesión por aprovechar cada aliento y cada instante nos convierte en plataformas multitarea: compartimos nuestra comida con el mundo al mismo tiempo que comemos; y el problema es que, con esa fijación no somos capaces de disfrutar ninguna de las dos, porque en secreto sólo pensamos en el tiempo, y éste nos sonríe burlón.
Sabemos que el tirano ha ganado, pero no podemos rebelarnos, porque tenemos que trabajar duro y no hay tiempo que perder.
En nuestra sociedad, el tiempo se pierde, pero también se gana. Lo concebimos como una forma de dinero. El tiempo se tiene, se gasta, se invierte y se ahorra, se utiliza, es cuantitativo: puede sobrar o puede faltar. Como el tiempo es dinero,
es valioso.
Pero asumir esta metáfora tiene otras implicaciones más oscuras: el tiempo se convierte en capital, una mercancía sujeta a las leyes del mercado.
Y, por supuesto, su uso irá ligado a la desigualdad: habrá personas que dispongan de una gran cantidad de tiempo, y muchísimas más que carezcan de él.
Somos esclavos de los horarios, del ruido, del consumo, de la hipoteca y de lo que se espera de nosotros.
Entonces ¿tenemos consciencia de nuestra propia vida? ¿Estamos satisfechos con ella?
Quizá debamos desprendernos la venda que el sistema ha impuesto sobre nuestros ojos.
Para liberarnos de la tiranía del tiempo, decía el preso 155 en la cárcel del fin del mundo en Ushuaia, el viejo Simón Radowitzky que, “la clave está en no mirar hacia el pasado o el futuro, sino hacia lo diferente”.
Y creo que tenía razón (quién mejor que él, que pasó 21 años y medio en la peor cárcel probablemente del mundo en su momento).
Dice un proverbio árabe “los occidentales tienen el reloj; nosotros tenemos el tiempo”… pues bien, disfrutemos entonces el placer de hacer nada, que no es matar el tiempo, sino vivirlo.
La profundidad del tiempo se mide con el ritmo de la pasión.
POR DIEGO LATORRE LÓPEZ
COLABORADOR
@DIEGOLGPN
PAL