COLUMNA INVITADA

En lo profundo de sus ojos (2ª Parte)

El indigente abrió el maletín, sacó un peine y se acomodó el pelo. Carlos trató de gritar. Fue inútil

OPINIÓN

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J. Medellín Cargo / Columna Invitada / Opinión El Heraldo de México Créditos: Foto: Especial

Del otro lado del andén, a unos 10 metros, estaba otro indigente. “¿Será que de ahí proviene el hedor?”, pensó.

Contrario al primer indigente, este otro tenía algo que llamaba su atención.

Sin querer, comenzó a analizar a aquel hombre encorvado, que llevaba una bolsa sobre su hombro. Lucía pesada. Su ropa estaba roída, pero parecían prendas finas. En ese momento, el indigente giró su cabeza y sorprendió a Carlos con la mirada.

Cobijados por unas cejas gruesas y sobre una cama de ojeras y arrugas yacían unos brillantes y cristalinos ojos azules, que atraparon la mirada de Carlos.

Él quedó hipnotizado. Su cuerpo se puso rígido. Su corazón comenzó a latir más y más rápido. Tac, tac, tac-tac. Estaba congelado. Una gota fría corrió por su espalda. Su cuerpo se irguió.

De pronto, aquel hombre de ojos azules comenzó a enderezarse. La bolsa que llevaba en el hombro se hacía ligera y, poco a poco, se transformaba en un maletín de cuero. Las canas recuperaron el color. Era un pelo negro, brillante, limpio.

Instantes después, el indigente abrió el maletín, sacó un peine y se acomodó el pelo.

Carlos trató de gritar. Fue inútil. Era testigo silencioso de una mutación camaleónica. El hedor era aún más penetrante. Su intensidad aumentaba. ¿¡Cómo!?, ¿¡por qué!?

El tren entró a la estación. Aquel hombre se acomodó el saco y la corbata. Miró de reojo a Carlos. Le lanzó una sonrisa y un guiño. Era como si agradeciera.

Carlos permaneció inmóvil hasta que el tren partió. Sus sentidos regresaron de golpe. Le dolía la espalda. El hedor que tanto asco le causaba provenía de sus pies, se intensificaba en el estómago y brotaba por su aliento. Tenía miedo.

Pensó en pedir auxilio al policía que le había cedido el paso. Caminó hacia los torniquetes. Arrastraba los pies. Era lo más que podía hacer.

—¿Otra vez, pinche loco?, exclamó con desprecio el agente, con un gesto de asco.

Carlos trató de hablar. A duras penas alcanzó a balbucear.

—Sáquese de aquí, ordenó el policía y señaló la salida.

Para ese momento, Carlos no recordaba ni su nombre: “¿¡Qué me está pasando!?” Bajó la mirada y su sombra le reveló que llevaba una enorme bolsa negra al hombro.

La puso en el suelo. Hurgó en su interior. De entre toda la basura sacó unos papeles arrugados, llenos de tierra, un libro viejo y un peine sucio, lleno de pelos. Miró su ropa. Se veía fina, pero desgastada. 

Reunió todas sus fuerzas y azotó la bolsa contra el piso. ¡Craaack! Se escuchó un cristalazo. Una botella de loción se había roto con el impacto.

Carlos solo observó hipnóticamente cómo el líquido de la fragancia se escurría por una cañería. Él ya no era él. Su sueño se había ido junto con el Metro. Ahí lo entendió todo: el abismo lo había mirado fijamente.

POR J. MEDELLÍN

COLABORADOR

PAL