DÍA DE MUERTOS

El misterio de la muerte y sus regalos

La fecha es una fecha para reflexionar sobre el paso de la vida y la muerte

OPINIÓN

·
Javier Careaga.jpgCréditos: Especial

Llegó esa época especial en la que adornamos un bello altar con papel picado multicolor, hermosos cempasúchiles amarillos, comida y bebida cuidadosamente elegida, pan de muerto y chocolate, acompañando a las fotografías de nuestros seres amados que partieron ya de esta existencia. Es un hermoso ritual, es un acto en el que expresamos nuestro amor y reiteramos nuestra esperanza de que la vida, es más grande que el cuerpo que habitamos. Intuir que nuestros seres amados están bien, además de que viven en nuestro corazón, es un bálsamo para el dolor de no poder gozar más de ellos en esta vida, un derecho genuino en nuestra experiencia humana.

Si bien la muerte es tan parte de la vida, como el nacimiento, es un misterio, y a cada cual nos toca indagar y encontrar en nuestra conciencia el sentido y significado de la muerte, y sobre todo de la vida. La partida de un ser amado no es un concepto, es una experiencia trascendente y compleja, con la capacidad de partirnos por la mitad, de ponernos de rodillas y también, de elevarnos por encima de una visión mundana de la existencia, que nos llene de asombro y de gratitud. Y siempre es personal y contextualizada, pues depende de quién, de cómo, de cuándo y de por qué. No es lo mismo, despedir con reverencia a un abuelo, con la sensación de que ha cumplido una misión de vida gloriosa, que ver partir a un niño, quien no pudo superar el cáncer, sintiendo que fue injusto y prematuro. El misterio de la muerte viene cargada de intensos sentimientos, de dolor y esperanza, de miedos y claridades, de culpas y liberaciones. Y lo maravilloso, es que podemos abrirnos y sostener al mismo tiempo, la sensibilidad dolorosa que nuestro corazón humano siente ante la pérdida, y la esperanza de nuestro corazón espiritual, que trasciende al humano y abraza la eternidad.

Ganar no es lo mismo que triunfar

A casi todos nos toca enfrentar la experiencia de ver partir a un ser amado. Yo conocí la muerte a los 17 años de vida, cuando mi hermana de solo 20, terminó la suya inesperadamente en la carretera de Cuernavaca. Me tomó por sorpresa de los tobillos y me sacudió cabeza abajo con tal brutalidad, que mucho tiempo me costó volver a sentir que ponía los pies sobre la tierra. De golpe se me reveló la fragilidad de la existencia humana; lo contundente e irreversible que es la muerte del cuerpo. Su cuarto quedó suspendido en el tiempo, los libros y apuntes abiertos sobre el escritorio. Con profundo dolor comprendí que tendría que renunciar a todas las experiencias de vida que anhelaba tener con ella, a ver sus hermosos ojos verdes, a las conversaciones y risas sabrosas, a sus besos, abrazos y consejos, y a celebrar la vida juntos.

Aprendí a vivir desde la tristeza y el dolor, desde la confusión, y también desde la culpa. Poco a poco sublimé esos sentimientos y me abrí a comprender que ella no solo estaba viva en mis recuerdos y en los frutos del amor que sembró, sino -literalmente- viva más allá del cuerpo. No importaba si no entendía cómo, pero intuí que la vida trasciende la muerte del cuerpo. Con esa comprensión, mi corazón descansó. Me tomaría años ver que ella, aunque joven, había cumplido su misión de vida.

La partida de mi hermana menor nos partió el corazón de una manera muy diferente. Ella se fue tras seis años de una férrea y transformadora lucha contra el cáncer, en la que estuvimos a su lado, viéndola crecer y creciendo con ella. Partió como vivió, valientemente y llena de esperanza a los 49 años. Podría decirse incluso, que no murió su muerte, sino que la vivió, y al irse nos dejó envueltos en un halo de vida y esperanza. Ella siempre decía que una cosa era sanar y otra curarse. En su recorrido, su alma sanó, transmutó sus desafíos y cumplió su misión de vida.

Día de Muertos: Duplican producción de cempasúchil

La pandemia ha enfrentado a la humanidad con su propia mortalidad, con la realidad de que la vida humana incluye la muerte. Innumerables familias ven por primera vez en sus altares, con incredulidad y tristeza, a padres, abuelos e hijos. Hace cuatro semanas mi primo hermano, más hermano que primo, a sus 41 años terminó esta vida súbitamente en una carretera de Quintana Roo. El corazón de nuestra familia se volvió a partir. Ver su foto en nuestros altares, es surrealista: un joven, lleno de vida, de alegría, de ilusiones, le deja un hueco enorme a este mundo. Como humanos, tenemos el derecho a sentir, a tener un corazón adolorido –abierto, vivo y sensible– y a conectarnos mediante este. Y simultáneamente, como es nuestro caso, a aceptar e intuir que él estaba listo, y que su partida es parte de un plan mayor, que respetamos y celebramos.

Mi hermana, en el último año de lucha, como parte de su hermoso legado, escribió un libro lleno de sabiduría sobre su proceso de sanación llamado “La Amplitud de la Vida”. En él, comparte que si bien la longitud de nuestra vida no la conocemos, si podemos elegir darle a cada momento, amplitud, llenándolo de presencia, de aprecio y de gratitud. De esa manera, las fotos de nuestros seres amados en nuestro altar, pueden ser un regalo que nos recuerde que hoy y aquí, mientras estamos dentro de este cuerpo humano, tenemos la oportunidad de cumplir nuestra misión personal, de honrar la vida, de hacer las cosas pequeñas, grandes por amor, y de que nuestra alegría de vivir albergue también el dolor, la privación y la muerte.

   

Por: Javier Careaga
Conferencista / Coach / Consultor 

Sigue leyendo: 

Panteones de la Ciudad de México reportan saldo blanco tras festividades de Día de Muertos

Día de Muertos: Llevan vida y color a panteones en Edomex