El canciller Marcelo Ebrard oscila entre la simulación, la impotencia y la soberbia.
Su desesperación por no anularse de la sucesión presidencial envilece todo lo que toca, ya sea una improvisada cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), un gris y falsario discurso en la Asamblea General de las Naciones Unidas (AGNU), o bien, un pragmatismo migratorio a ultranza. Este cinismo es un rasgo que ha acompañado a Ebrard a lo largo de toda su trayectoria.
La historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda más que como una farsa, como trauma.
Ebrard tras su autoexilio en Francia en 2012 por diversos –y ahora vemos, justificados– señalamientos en torno a la Línea 12 del Sistema Colectivo Metro, inició su travesía en 2018 desde el espacio donde Manuel Camacho Solís, su mentor, fue enviado para ser neutralizado por Carlos Salinas de Gortari en el ocaso de su sexenio: la Secretaría de Relaciones Exteriores.
Al igual que hizo Camacho, Ebrard no duda en utilizar la tragedia como oportunidad y la responsabilidad, como escollo.
Para el primero, el levantamiento zapatista en enero de 1994 constituiría una oportunidad para apuntalar su carrera política al encabezar los diálogos con el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y así, aferrarse a una candidatura presidencial anunciada: la de Luis Donaldo Colosio.
De igual manera, Ebrard encontraría una ventana de oportunidad en la pandemia actual, la cual le permitiría obtener visibilidad y reconocimiento a nivel nacional e internacional, a través de la adquisición de vacunas.
Camacho, sería el artífice de la paz y Marcelo, de salvar la vida de los mexicanos.
Camacho fue conocido en el núcleo salinista por su afán de superioridad respecto del gabinete y su desbordada confianza al asumirse como el “sucesor natural” de Salinas.
Por su parte, Ebrard con rasgos similares, opera políticamente más allá de sus responsabilidades siempre y cuando esta ampliación de facultades constituya un triunfo digno de aparadores y reflectores, de lo contrario, la indolencia e indiferencia prevalecerán.
Los fantasmas de Ebrard evocan a lo que Freud llamaría “la compulsión a la repetición”, en su obra Recordar, repetir, reelaborar, de 1914.
Un llamado a recordar lo reprimido y olvidado y traerlo a la memoria.
Para Ebrard Casaubón, estos recuerdos podrían aparecerse en forma de policías linchados en la delegación Tláhuac; en forma de escombros de trenes con insignias doradas; en forma de corrupción habitada en una casa de la Plaza Río de Janeiro, en la colonia Roma, en la alcaldía Cuauhtémoc; en forma grafiti indeleble en el Hemiciclo a Juárez; en forma de refugio burocrático en alguna embajada o consulado, o bien, en forma de embarques de vacunas provenientes de Centroamérica.
Marcelo Ebrard Casaubón no sólo es un canciller de reflectores, es un político de reflectores que ha hecho su carrera política a punta de fracasos y agravios.
Dicen que “en política no hay muertos”, siempre y cuando los muertos los ponga alguien más.
POR EMERSON SEGURA VALENCIA
ASOCIADO DEL PROGRAMA JÓVENES DEL COMEXI
@EMER_SEG
CAR