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Un Nobel para el presidente

Bueno, pues López Obrador ganó. Y lo hizo rodeado de otro pelotón de notables, entre ellos Trump

OPINIÓN

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La noticia apareció hace un par de días: nuestro presidente había ganado un premio de alcance planetario, el IG Nobel. Recordemos: cada octubre, en la Universidad de Harvard, un grupo de notables otorga los premios con ese nombre, en muy diversas categorías.

Cinco son las mismas del Nobel-Nobel: Física, Química, Medicina, Literatura y de la Paz. Pero hay más: por ejemplo, Ingeniería, Biología y Educación para la Salud, que es la que permitió que nuestro titular del Ejecutivo se llevara la presea, por su estrategia contra la pandemia.  

Vale la pena recordar qué tipo de logros han merecido este reconocimiento. Hubo, por ejemplo, un premio para aquellos que comprobaron que los cuchillos hechos con excrementos humanos congelados no funcionan.

Otro, en la categoría de Gestión, fue a dar a manos de aquellos gatilleros chinos, cinco, que se fueron subcontratando para cumplir con un asesinato –por supuesto, cada vez a cambio de un pago más escaso–, para que al final la persona que iban a matar quedara vivita y coleando.

En muchos casos, sí, el jurado, compuesto por la crème de la crème de la inteligencia terrícola, incluidos muchos premios Nobel, se pitorrea de la excentricidad inútil o de la incompetencia a pequeña escala. Pero otras veces ejerce la ironía contra las grandes tragedias, como ilustra ese premio para el antievolucionismo gringo.

Bueno, pues López Obrador ganó. Y lo hizo rodeado de otro pelotón de notables, entre ellos Trump, que ha logrado poner a los Estados Unidos en el primer lugar de muertes por covid; Lukashenko, el tiranuelo bielorruso que aseguró esta enfermedad se cura con sauna y vodka; y Bolsonaro. ¿Por qué el reconocimiento para estos próceres? Por “enseñar al mundo que los políticos pueden tener un efecto más inmediato sobre la vida y la muerte que los científicos y los médicos”.

Decía Jorge Castañeda en una columna que México es, hoy, una república bananera, y las repúblicas bananeras han tenido siempre grandes cronistas. El México de Obregón, por ejemplo, lo tuvo, de algún modo, en Ramón de Valle-Inclán con su Tirano Banderas, obra fundacional de la novela de dictadores, igual que el echeverrismo-portillismo lo tuvo en la acidez de Jorge Ibargüengoitia.

Otro tanto podríamos decir de la América Latina de las satrapías del siglo XX, con el García Márquez de El otoño del patriarca, el Roa Bastos de Yo, el supremo o el Vargas Llosa de La fiesta del Chivo. A la espera de que aparezcan los grandes narradores de esta era del populismo, tenemos ya un puñado de inesperados relatores en la gente de ciencia.

 Y es que el Ig Nobel, más allá de la pandemia y los miles y miles de muertos que lloramos todos menos las autoridades federales, ilustra el lugarazo que, en menos de dos años, hemos agarrado en el concierto de los naciones. [nota_relacionada id=1243214]

POR JULIO PATÁN
JULIOPATAN0909@GMAIL.COM
@JULIOPATAN09
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