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Deuda: la manzana de la discordia

En un famoso experimento, a unos niños se les pone ante la decisión de comer un bombón ahora o dos en el futuro

OPINIÓN

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Como insisten los expertos en finanzas, la deuda no es mala en sí misma. Depende del uso se le dé. Un adeudo es un arma de doble filo.

Si con los recursos se adquieren activos que producirán riqueza futura, es deuda buena. Existen empresas, gobiernos o personas que, aún teniendo recursos líquidos para comprar, construir o producir algo de inmediato, se “apalancan” con un crédito a largo plazo. Un agente financiero aportará la liquidez y, si todo marcha, el activo generará un valor económico o social superior a los intereses cobrados.

Por otro lado, si los recursos del crédito son utilizados para un consumo que se agota en el presente, es una deuda mala. En un famoso experimento, a unos niños se les pone ante la decisión de comer un bombón ahora o dos en el futuro. Con ellos, aprendemos que decir no a la gratificación instantánea es mejor apuesta. No es el caso de México, que casi siempre ha preferido el bombón del momento.

Somos un país apalancado. El cobro de adeudos fue pretexto para más de una invasión extranjera en el siglo XIX. En la época moderna, el fenómeno de vivir de prestado se agudizó desde 1982, con la terrible crisis económica provocada por la cruda de festejar una riqueza petrolera que aún hoy sigue enterrada en el fondo del Golfo de México. Y con cada nueva crisis, el endeudamiento no ha dejado de crecer. Según la Cámara de Diputados, la contratación de deuda ha sido “la segunda fuente de financiamiento más importante del Gobierno Federal y la principal fuente de financiamiento del déficit público”. Según el Banco de México, en 2019 el endeudamiento externo bruto del país rondaba los 450 mil millones de dólares. 54% del PIB nacional. La situación financiera de México no es para celebrar.

Eso es particularmente cierto en estados y municipios, que en general tienen un endeudamiento muy elevado. A partir de la crisis de 2008, estas entidades recurrieron al crédito para hacer frente a sus necesidades de gasto e inversión pública. Sus deudas pasaron de representar un 0.6% del PIB en 1994, a más del 3.0% del PIB al cierre del 2015. Hasta ese año, el promedio nacional de deuda por habitante de cada estado era de $4,428 pesos. El promedio de deuda por entidad federativa respecto a las Participaciones Federales, que es el dinero que reciben del gobierno central, era de 81.3%, y el promedio de deuda como proporción de sus ingresos totales era 30%. Por ello, en 2016 se aprobó la Ley de Disciplina Financiera de las Entidades Federativas y los Municipios, que obligaba a la federación a vigilar el endeudamiento local y designaba a la Secretaría de Hacienda federal como aval necesario en la contratación de nuevos empréstitos.

En este contexto, era sensata la decisión política del gobierno federal para detener el crecimiento de la deuda pública nacional, hasta que llegó el cataclismo del Covid-19. La pandemia ha obligado a gobiernos de todo el mundo a reajustar sus políticas fiscales y monetarias profundamente, incluyendo la decisión de emitir nueva deuda pública para fomentar la recuperación económica de empresas, instituciones y ciudadanos. No así México, donde el presidente mantiene el discurso de la austeridad, afirma que no contratará más deuda a nivel federal (aunque en la practica lo haya hecho) y tampoco servirá como aval para que estados y municipios lo hagan, contra la opinión de gobernadores y alcaldes que no tienen otra forma de financiar la recuperación.

Además de una situación financiera crítica para estados y municipios, un nuevo periodo electoral se aproxima, polarizando una discusión que debería ser totalmente técnica: saber si la deuda solicitada por gobernadores y alcaldes está efectivamente destinada a la inversión duradera en infraestructura o bienestar social, o no. Es decir, si es deuda buena o mala.

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POR SERGIO TORRES ÁVILA

COLABORADOR

@SERGIOTORRESA

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