Ciertamente no es la primera vez que sucede una desgracia, pero sí es la primera vez que ésta ha sacudido la conciencia universal, dejando al descubierto la vulnerabilidad de un cuerpo abierto a la trascendencia.
En medio de este aislamiento, cuántas cosas nos han venido a la cabeza: situaciones extremas que vivieron nuestros padres y abuelos, épocas olvidadas, presentes, quizá, a manera de recuerdo, en las historias que nos contaban de niños.
Como cuando, recordaba mi abuelo durante la Revolución, tuvo que trasladar a la familia a un rancho en el Estado de México para asegurar el sustento elemental de la familia. O aquella otra historia de una tía que, después de haber celebrado su boda en medio de las revueltas, pasó su noche de bodas en una habitación resguardada por un sombrerudo -de carrillera al pecho- vigilando la puerta.
No es la primera vez que la gente teme por su vida y tiene que esconderse. No es la primera vez que se cierran las iglesias o que los niños se quedan sin escuelas. No es la primera vez que la crisis amenaza el trabajo, que se devalúa el peso, que hay compras de pánico y escasez de alimentos.
No, no es la primera vez.
Cuántas guerras, epidemias, desastres naturales, diásporas de refugiados migrantes, desgracias sin fin que se han cernido a lo largo de la historia sobre la humanidad.
Cuando oíamos hablar del horror de las guerras, de holocaustos, hambrunas o tragedias naturales, se nos encogía el corazón. Sin embargo, el panorama seguía siendo lejano; la distancia se traducía en indiferencia cuando existía de por medio un océano.
Entonces, lo que hoy vivimos, ¿qué es lo que tiene de especial?
La pandemia del coronavirus, al ser global, apanica a todos por igual. No respeta distancias ni fronteras, es una amenaza tan cercana, que a nadie puede dejar indiferente. De pronto la naturaleza –esa misma que algunos se atreven a negar para manipularla a su antojo– exige que la tomemos en serio, recordándonos la pertenencia a una raza común. Expuestos por igual al azote de la pandemia, queda al descubierto el valor la vida –de cada vida–, independientemente de su tamaño, edad, sexo o condición. Lo que estamos viviendo nos pone contra la pared, obligándonos a dejar las ideologías a un lado. ¿Cuánto más vale la vida de un anciano que la de un niño por nacer? ¿Cuánto más la de un joven universitario, la de un obrero o la de una madre de familia? La lógica humana intenta salvar todas las vidas, aunque en este caso, la naturaleza privilegie a los niños evitándoles el contagio. Ellos, esperanza del futuro y baluarte de las siguientes generaciones, contarán sus historias sobre la Pandemia del Siglo a las siguientes generaciones.
[nota_relacionada id=949620 ]
Ciertamente no es la primera vez que sucede una desgracia, pero sí es la primera vez que ésta ha sacudido la conciencia universal, dejando al descubierto la vulnerabilidad de un cuerpo abierto a la trascendencia. De pronto, ante la impotencia la gente empezó a rezar, a invocar a quien todo lo puede, a reconocer que hay alguien que está por encima, Autor de la naturaleza y de sus leyes. Ojalá aprendamos la lección.
POR PAZ FENÁNDEZ CUETO
COLABORADORA
@PAZESCIBE
lctl