Debemos hacer lo que nos toca para minimizar los efectos de una pandemia que aqueja, directa o indirectamente, a muchas personas en el mundo.
Hemos cambiado nuestras rutinas tanto como nos es posible. Yo me estoy adaptando a extrañar a mi familia y amigos a los que no puedo visitar. También extraño el futbol, busco en los medios algunas noticias y alternativas. Fue así como el lunes pasado encontré una serie que mi querido Fernando López-Soriano ya me había recomendado: Un juego de caballeros.
La premisa es muy interesante. Relata los inicios del futbol organizado en la Inglaterra del siglo XIX. El país y su sociedad vivían un auge febril, como resultado de décadas de una Revolución Industrial trascendente.
En ese contexto, un grupo de aristócratas crean las reglas que servirán de fundamento para lo que en el futuro será el deporte más popular del planeta.
La serie no intenta explicar el juego como tal. Más bien el espectador se sitúa en un pueblo cuyos habitantes trabajan en una fábrica de algodón para ganarse el sustento, pero viven realmente para jugar y ver jugar futbol, único entretenimiento real en medio del trabajo y la pobreza.
Los aristócratas creadores del reglamento y fundadores del primer torneo organizado: la FA Cup (competición que aún se juega en la actualidad), intentan mantener el amateurismo. Mientras, los dueños de pequeñas fábricas contratan jugadores para competir dignamente y ganar el torneo.
La historia, llena de matices, describe el orgullo de una clase trabajadora en crecimiento y en pugna con una aristocracia lejana, que ignora lo que se vive en los pueblos día a día.
Al principio la serie me atrajo por la promesa de la historia del futbol, pero el conflicto y la situación abordan reflexiones humanas y universales que, pese a la distancia en kilómetros, cultura y tiempo, no nos son ajenas.
Muchos hemos sido parte de una liga llanera. Nos esforzábamos por acudir a la práctica, entrenar en la semana, dejamos actividades de lado para responder al equipo. Lo que empieza netamente lúdico, se ancla en el orgullo de ganar, en la satisfacción del reconocimiento.
En algún momento hemos visto ligas en las que algunos miembros del equipo son más eficaces, más veloces, más fuertes. Muchos sospechamos que esos jugadores no compiten en las mismas circunstancias que el resto. Tal vez, incluso, hayamos tomado la decisión de incluir o no en nuestro equipo no sólo a amigos y compañeros, sino también a jugadores que aceptan colaborar por una retribución.
El esquema se repite en ligas amateurs de todos los niveles. La serie me recordó esos dilemas, esos problemas, pero también me ofreció la oportunidad de reflexionar sobre los privilegios. ¿Se puede juzgar a alguien desde una postura radicalmente opuesta? ¿Un grupo de personas que tienen la posibilidad de dedicarse a cultivar sus aficiones puede imponer su visión a otro grupo que no tienen ese mismo privilegio? ¿Cómo y desde dónde juzgamos a los demás? ¿Qué tan dispuestos estamos a comprender que una misma actividad, una misma meta, un idéntico propósito se aborda individualmente desde múltiples intereses, y que todos ellos pueden considerarse legítimos?
En este tiempo de contingencia muchas de esas cuestiones están vigentes, e incluso, podrían considerarse heridas abiertas.
No contaré más para que cada uno de ustedes pueda sacar sus propias conclusions; sólo agregaré que en lo personal disfruté mucho la serie, porque no únicamente me transportó a los inicios de mi deporte favorito y al que extraño, sino que me brindó posibilidades de reflexionar sobre temas trascendentales. Queda ahí la recomendación.
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POR GUSTAVO MEOUCHI
GUSTAVO_MEOUCHI@YAHOO.COM
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