Al parecer, en esta etapa de asimilación de nuestra nueva realidad, son muchas las personas que están descubriendo su interés por temas como el arte. Este encierro al que nos tuvimos que someter aún tiene un lado amable porque ha despertado como nunca la curiosidad por adentrarnos en varios universos. Uno de ellos es el de la vida cotidiana y la limpieza de la casa o cómo cocinar mejor, pero otro de los universos recuperados de manera colectiva es el del arte y la cultura.
Sucede que, a partir de la presencia del COVID19, hay nuevas revisiones del arte y de su contexto, sobre todo de la creación en tiempos de guerra, de alguna peste o si de manera evidente se percibe la soledad en el trabajo del artista. Basada en esto último y en el momento en el que me encuentro viviendo la cuarentena en solitario, pintores como Edward Hopper o Joy Laville me dicen cosas que antes no había escuchado.
Ambos, Laville (1923-2018) y Hopper (1822-1987) plasmaron en sus cuadros grandes espacios abiertos, mares calmos, colores tenues de manera recurrente y utilizaron también al infinito como la línea que divide los distintos ambientes. Las escenas de las piezas de estos dos artistas exudan una nostalgia inquietante, porque no se sabe bien qué provoca esa emoción cuando se está contemplando el cuadro, pero uno puede estar seguro de uno que la siente. ¿Serán los colores, los grandes espacios sin objetos, el tamaño y la posición de las personas representadas?
Todo esto en conjunto nos deja una impresión de cierta paz, pero también de una soledad aplastante; los personajes no denotan su tristeza porque al parecer la tienen bien asimilada pero los espacios abiertos y enormes, sobre todo en el caso de Joy, le dicen al humano representado que es un ser minúsculo frente al poder de la naturaleza, y sobre todo que no hay nadie más para él. Basado en estas apreciaciones, debo decir que de ninguna manera la obra de Laville y de Hopper sean iguales o que pertenezcan a la misma corriente, sin embargo, son dos artistas que comparten características y que son cercanos a mí.
El segundo porque me encanta su obra desde pequeña. La primera, porque tuve la suerte de conocerla, de sentir su metabolismo y de enamorarme de su trabajo la primera vez que lo vi estampado en la portada de “La casa de usted y otros viajes”, de Jorge Ibargüengoitia, que era su marido y mi escritor mexicano favorito.
Ahora que levando la vista para descansar un poco de la pantalla, puedo ver con claridad que los espacios de mi casa son más amplios de lo que pensaba, que también tengo al infinito como la línea que divide el piso de la pared, que los cuadros que me acompañan me ven desde la pared sin juzgarme, pero sin provocar consuelo alguno y eso me parece fascinante. Veo también algunos jitomates esperando a convertirse en salsa junto a un par calabazas y eso me recuerda la razón por la que existe el bodegón, que es el plasmar en una imagen todo lo que se recolectó, cazó, pescó, cosechó para la comida.
Es el instante donde descansa todo en la mesa para después ser llevado a la cocina y convertirse en potaje o platillo central. Por eso mi casa, ahora, con este encierro solitario, es también la de Joy, la de Hopper y la de Vermeer a ratos, por eso a pesar de todo, no siento tanta soledad.
[nota_relacionada id=942572]POR JULEN LADRÓN DE GUEVARA
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@JULENLDG
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