Semana Santa quemada

Como nunca antes las celebraciones de la semana santa, así como las vacaciones respectivas, nos tocaron en pleno confinamiento.

Eso las convierte en dignas de recordar para siempre.

Aunque siempre vienen a la mente otras semanas santas que se quedan allí guardadas por alguna poderosa razón.

Yo tuve uno de los aprendizajes más dolorosos durante un puente de dichas vacaciones que hasta la fecha me cobra factura.

Estando en plena adolescencia, por cosas propias de la edad, fui imprudente e inconsciente para algunos temas. Como la exposición solar. Mis padres me regalaron una piel no solamente muy pálida, sino a la vez, muy delicada. En la juventud crees que es cool verte bronceado porque te levanta lo guapo; y yo sufría mucho en esa etapa de la vida viendo a todas mis amigas luciendo sus minifaldas de moda con unas piernas bronceadas de concurso mientras que yo tenía que cubrir la blancura resplandeciente de las mías con pantalones.

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Una semana santa me fui a Acapulco con mi tía Pilar y mis primos Mariana y Paco.

El primer día nos fuimos directos a la playa y yo quise aprovechar las vacaciones cortas para darme el lujo de usar minifaldas, así que no escatimé y me tiré cual lagartija al sol a la orilla del mar con mi toalla, y me unté una crema de sol española, sin filtro solar y con yodo para acelerar el bronceado. El fuerte viento y la brisa marina que corría ese día, disimulaba mucho la potencia de los rayos solares y el fuerte calor. Así que me quedé un largo rato como si fuera inmune a ambos.

Un par de horas más tarde empecé a sentir los efectos de mi insensatez.

Las pantorrillas estaban color solferino, la piel completamente estirada, tirante, y un ardor bastante fuerte. Por la noche los síntomas empeoraron. Se me habían inflamado cada uno de los poros de las piernas y dolían como corona de espinas. Es quizá uno de los dolores más extraños e indescriptibles que he tenido en la vida. Empecé a retener líquidos y los tobillos se me hincharon al doble de su tamaño original.

Por más que me untaba geles y cremas no había nada que calmara la horrible sensación que tenía. Me recorrían escalofríos y me costaba trabajo caminar porque cada paso que daba sentía como si los poros rebotaran y eso dolía mucho.

Mi tía me untó leche de magnesio y me dijo que durmiera con un cojín debajo de las piernas.

A la mañana siguiente, toda el agua que retenía se había subido de los tobillos a las pantorrillas y cuando me levanté sentí todo ese agua volviendo a bajar y fue dolorosísimo.

El resto de las vacaciones me lo pasé debajo de una sombrilla sin poder disfrutar nada ¡por no cuidarme!

Ahora nos toca volver a cuidarnos en semana santa pero de otra manera.

Aquí, tras un encierro de 36 días ya, procuro no quemarme la mente, ni tampoco el alma. [nota_relacionada id=955851 ]

POR ATALA SARMIENTO
COLUMNAS.ESCENA@HERALDODEMEXICO.COM.MX
@ATASARMI

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