Las policiacas de Taibo

el optimismo indesmayable de ese bolchevique irredento ayuda a contrarrestar el ambiente de fin del mundo que se vive a últimas fechas

Le conocemos las habilidades desde hace rato, desde que –la mayoría, me parece, le entramos por ahí– empezamos a leer las historias de Belascoarán, el primo chilango de los detectives gringos clásicos, esos cínicos de buen corazón como Philip Marlowe o Sam Spade: el diálogo con jiribilla que en te recuerda que la inteligencia es mejor cuando no se toma en serio, el coqueteo muy mexicano con el doble sentido, el duelo verbal que parece condición necesaria de la amistad –que ahí está, claro, porque las novelas de Paco Ignacio Taibo II son siempre, entre otras cosas, libros sobre la amistad. 

Me llegó a casa antes de la pandemia, cortesía de Joaquín Mortiz, un paquete con varias policiacas de PITII, reeditadas. Buena manera de sobrellevar el encierro, debo decir, porque el optimismo indesmayable de ese bolchevique irredento que es Taibo ayuda a contrarrestar un poco el ambiente de fin del mundo que se vive a últimas fechas –hay que decir que lo de los volcanes en erupción de veras parece un chiste malora de un dios aburrido o algo así–, pero sobre todo porque no hay muchas maneras mejores de estar en el mundo que las novelas policiacas bien hechas… No importa cuándo leas esto. 

Pienso, primero que nada, en Sombra de la sombra, publicada originalmente en 1986. En efecto, Taibo juega con varias de las formas de la llamada literatura de género, con la de aventuras para empezar, y en efecto hay mucho del espíritu del folletín decimonónico. Pero sobre todo estamos ante una policiaca y de color más bien negro. Cuatro amigos –siempre la amistad, ya les digo–, un poeta, un periodista, un abogado y un temible activista obrero, intentan resolver una serie de asesinatos entre mujeres fatales y partidas largas de dominó con abundante trago. Además, lo hacen en un entorno que, me parece, es buen momento para revisitar: la Ciudad de México de hace, para redondear cifras, un siglo. Una ciudad, disculparán la obviedad, que era muy otra, pero reconocible, hoy particularmente.

Sí, la ciudad de Valencia, Manterola, Verdugo y Wong, esa ciudad a que nos lleva Taibo, asomaba apenas la nariz tras la matazón revolucionaria (y, ya que estamos, de la pandemia: la influenza española que mató a decenas y decenas de miles de personas). Pero era una ciudad muy viva, llena de cantinas, revolucionarios de variadas denominaciones, líderes sindicales corruptos y no.

Una ciudad violenta y divertida, creativa y caótica, entre la apuesta civilizadora, radical o no, y la violencia desatada. Una ciudad, pues, en la que se vale reconocerse, sin duda. Sabíamos que en el Apocalipsis estallarían volcanes, nos arrasaría la peste y la guerra de todos contra todos era una posibilidad diaria. Lo que no sabíamos era que, por aquello del encierro, podía ser tan aburrido. Les dejo aquí un antídoto.  

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POR JULIO PATÁN

COLABORADOR

@JULIOPATAN09

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