¿Qué lecciones deja esta cuarentena? Tal vez antes que ninguna, que distraerse de la lectura es facilísimo. Comentaba el domingo pasado que somos muchos los que nos dispusimos a enfrentar el encierro con ambiciosos planes de lectura, del tipo: “Voy a meterle con todo, ahora sí, a Schopenhauer” o, “Finalmente acabaré En busca del tiempo perdido” (te quedaste en el primer libro, hace 20 años).
Y entonces empiezan los autoboicots: bajar por cuarta ocasión en la mañana a confirmar que compraste queso panela, irte a cortar las uñas oooootra vez, mensajearle a tu hijo de 15 años el décimo chiste malo sobre la sexualidad adolescente para que te deje, por décima vez, en leído.
Así, les decía, ando yo. Y no obstante, logré cumplir con una de mis promesas del domingo anterior, cierto que una mucho más modesta: releí Fahrenheit 451. Háganlo. Siempre hay que dudar antes de regresar a esos libros que te dieron compañía y felicidades en la adolescencia: es frecuente que te decepcionen, y, la verdad, para qué asesinar un buen recuerdo (me pasó hace algunos años con Emilio Salgari).
Pero Ray Bradbury, que está por cumplir el siglo de nacido y por lo tanto será muy reeditado, aguanta el tipo. Sabrán de qué va la historia: un futuro en que el gobierno, clasificable como totalitario –es omnipresente: define cada aspecto de la vida de cada persona, privado o público–, prohíbe los libros, y los bomberos, en vez de apagar fuegos, se dedican a hacerlos: queman esos libros.
Estamos ante una distopía, pues, y una que conserva su capacidad de angustiarnos. ¿Por qué? Porque Bradbury tiene tenebra, mucha más de la que recordaba, cuatro décadas después. Me sorprendió, la verdad, la dureza de Farenheit: la desaparición violenta y silenciosa de las personas que se salen de la norma, el Estado que todo lo ve, el control del individuo por vía de los medios (hay un profético vislumbre de lo interactivo, en una novela publicada en 1953), la amenaza constante de la guerra y desde luego la otra guerra, la guerra contra la inteligencia, una en la que las mayorías se pasan con alegría al bando de los malos –porque Bradbury, en realidad, es bastante amargo en su valoración de la humanidad.
Sí, aguanta el tipo esta novela, como más que lo aguanta 1984, a la que he vuelto un par de veces, porque a George Orwell, padre fundador de la inteligencia antitotalitaria (entendió mejor que nadie el horror del comunismo) y otro que anticipó lo que significaban los medios (esas pantallas que vigilan a todos, todo el tiempo), hay que volver siempre.
Les prometería que voy a releer Un mundo feliz, de Aldous Huxley, la que inaugura, o casi, la ciencia ficción antiutópica, pero no olvidemos la otra amenaza contra los proyectos lectores: las series de televisión. Los zombis acechan, como ya también les dije.
[nota_relacionada id=931496]POR JULIO PATÁN
COLABORADOR
@JULIOPATAN09
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