Leo en la cobertura de la elección en Estados Unidos dos argumentos pesimistas de los que difiero profundamente. Uno se lamenta del tibio repudio a Trump, porque a diferencia de lo ocurrido hace cuatro años, cuando quizá no se podía saber lo que su gobierno representaría, hoy los votantes ya lo sabían y aún así (casi) lo refrendaron. Para un grupo casi mayoritario de estadounidenses —que pasó de 62.9 millones de votantes a favor del republicano en 2016 a más de 70 en 2020— era mejor reelegir a Trump.
El otro pesimismo es parecido, pero se centra en que el triunfo demócrata (empezando por el de Biden, que seguramente se confirmará en las urnas y juzgados) es insuficiente para desmantelar la red de complicidades xenofóbicas, misóginas, racistas y anticientíficas que los republicanos han infiltrado en las instituciones estadounidenses durante los últimos años.
Este segundo argumento es fácil de desarmar. Y no porque debamos echar las campanas al vuelo y suponer que Joe Biden y Kamala Harris serán capaces de mucho. Es más, seguramente sufrirán bastante; de entrada para concluir una transición pacífica frente a un líder veleidoso y peligroso como es Trump, y después para gobernar de una forma mínimamente eficaz. Ya no digamos de su capacidad para reparar el daño hecho en el poder judicial y las burocracias federales, la reputación internacional de los EUA, y un largo y doloroso etcétera que concluye con la validación, quizá por un duradero invierno democrático, del odio y la exclusión como narrativas políticamente exitosas.
Pero imagine usted este terrible escenario con Trump ganando la elección. Aunque analistas como Ian Bremmer insisten en que ello estaría lejos de convertir a Estados Unidos en un país semiautoritario, la realidad tiene otros datos. Según el Economist Intelligence Unit, Estados Unidos dejó de ser una “democracia integral” a partir de 2016, y su calificación ha empeorado desde entonces, manteniéndose como una “democracia defectuosa” (misma categoría que ocupa México, aunque con un puntaje sustancialmente menor).
La imagen del pasado jueves, donde Trump denuncia fraude electoral desde la Casa Blanca, mintiendo descaradamente (por ejemplo, al decir que la elección en Georgia la administran demócratas), y sin ofrecer prueba alguna, es una muestra del riesgo que persiste hasta que Biden tome posesión, además de una estampa digna de los autoritarismos más ramplones del siglo pasado y el actual. Así que debemos estar muy felices y optimistas por el triunfo demócrata y los más de 74 millones de votos que les respaldan. El genuino batidero en el que navegarán Biden y Harris por los próximos cuatro años es infinitamente mejor que la continuidad de Trump, por donde se le vea.
El otro pesimismo es más complejo. Sin duda es triste pensar que los electorados ratifiquen a figuras tan corrosivas y dañinas como es Donald Trump. Pero este dato oculta muchos logros notables y esperanzadores, como que por primera vez una mujer de color será vicepresidenta, sumada a la reelección de las cuatro integrantes de “el escuadrón” al Congreso (Ocasio Cortez, Omar, Pressley y Tlaib), así como los triunfos en legislaturas estatales de mujeres trans a lo largo de todo el país, de un par de representantes afroamericanos abiertamente gay a la Cámara de Representantes, y muchos más.
Es decir, a la par que se juntaron millones de votos en respaldo a la exclusión que representa Trump, se multiplicaron las victorias que hacen pensar que Estados Unidos sigue teniendo un futuro pluriétnico y multicultural promisorio, impulsado por votantes incluyentes, alejados de las ataduras del esencialismo y el odio.
Pero además, creo que parte del pesimismo se sustenta en cierta condescendencia en la reflexión sobre los votantes, en una desconfianza básica de su capacidad para elegir conscientemente: hace cuatro años no sabían lo que hacían, hoy simplemente son perversos. Y la verdad es que la historia, contada desde ahí, además de ser incompleta y por tanto incorrecta, es una receta para consolidar la polarización.
Desde luego que Trump y el republicanismo han atizado las inseguridades de las personas y normalizado su rencor para polarizar el voto. Pero por poner un ejemplo, ¿de verdad nos sorprende que en Florida los latinos le tengan miedo a un Partido Demócrata que incluye entre sus liderazgos más influyentes a un admirador expreso de Fidel Castro como es Bernie Sanders?, ¿o que para segmentos importantes del electorado rural tenga poco sentido dejar de usar energías sucias que les siguen siendo muy rentables? Desde luego que no, por más que Trump sea desastroso en muchas otras áreas.
El mejor catalizador del populismo desde el poder es el elitismo desde la oposición, que sospecho se esconde detrás de ese juicio implacable contra los votantes del país vecino. Sé que agravian las imágenes de “observadores electorales” armados hasta los dientes amedrentando a las autoridades electorales en Arizona, y tantos otros esfuerzos de los supremacistas blancos por pintar la política de su país en solamente dos colores. Pero nuestro análisis no debe darles la razón.
La enorme mayoría de la gente, en todos los países del mundo, entiende razonablemente lo que le afecta, y vota en general en defensa de sus intereses. Y éstos nunca se pintan solamente en blanco y negro, sino hasta que los convencemos, de un lado y de otro, que no hay matices ni tonos intermedios. Si nos acercamos a lo ocurrido con mayor curiosidad y menos prejuicio, estoy seguro que avivaremos nuestro optimismo, por más modesto que sea. Le invito a compartirlo, a mí me gusta vivir así.
POR ALEJANDRO POIRÉ
DECANO CIENCIAS SOCIALES Y GOBIERNO TECNOLÓGICO DE MONTERREY
@ALEJANDROPOIRE