El próximo 4 de noviembre se cumplen 25 años del asesinato del primer ministro israelí Isaac Rabin. Este trágico evento es uno de esos ejemplos, en la política y la historia, de la importancia que tienen la personalidad, las convicciones y las decisiones de los líderes para definir el futuro de las naciones.
Este acto descarriló el proceso de paz entre Israel y el pueblo palestino, que en ese momento parecía ir por buen camino, pues Rabin tenía la disposición, el liderazgo y la legitimidad suficiente para construir un consenso.
Una reflexión similar podríamos hacer sobre el presidente Harry Truman en Estados Unidos, que fue el arquitecto del Plan Marshall para reconstruir Europa tras la guerra, así como de la consolidación de la ONU. Si el presidente en ese momento hubiera sido Roosevelt o Eisenhower, probablemente nuestra realidad global sería distinta.
Los habitantes de la península coreana comparten desde hace cientos de años una misma cultura e historia, pero fueron decisiones específicas y liderazgos puntuales las que explican las asimetrías que hoy observamos entre el Norte y el Sur.
Estos ejemplos ofrecen una gran lección: en política, las circunstancias importan tanto como las determinaciones personales. Es innegable que las condiciones materiales, históricas y estructurales inciden en el destino de las naciones.
Sin embargo, las buenas y malas decisiones de un líder –o de un grupo– al frente de un gobierno tienen consecuencias directas sobre la realidad de sus habitantes.
Es falsa la idea determinista de que las circunstancias y las condiciones determinan nuestro rumbo.
En el caso de México, por ejemplo, las disparidades históricas entre el norte y el sur no implican que estemos condenados a la desigualdad perpetua.
Pero las ventajas geográficas y de recursos naturales tampoco bastan para construir un país: se requiere voluntad y capacidad para tomar decisiones firmes en el sentido correcto; así como sensatez y humildad para rectificar cuando esas decisiones tengan consecuencias adversas.
Ahí radica una de las más grandes virtudes de un Estado democrático: en la libertad de la ciudadanía para elegir a quienes tendrán la responsabilidad de tomar decisiones en los momentos cruciales; más aún: la democracia abre la posibilidad de respaldar a quienes toman las decisiones correctas y de rechazar a quienes no.
Este martes, las y los estadounidenses tendrán que elegir entre dos visiones de país: la continuidad que ofrece el presidente Donald Trump y el cambio de rumbo que ha planteado Joe Biden.
Esa esa decisión está en juego, en gran medida, el futuro de la región, del hemisferio e incluso del orden internacional. El primer paso hacia las decisiones correctas –o incorrectas– del futuro, es la decisión de la ciudadanía. Esperemos que sea la mejor.
POR CAUDIA RUIZ MASSIEU
SENADORA DEL PRI
@RUIZMASSIEU