“1968. 2 DE OCTUBRE NO SE OLVIDA. FUE EL EJÉRCITO. FUE EL ESTADO”.
Las mayúsculas robustecen el carácter grave y de absoluta justicia del monumento que se alza en una de las jardineras del Zócalo de la Ciudad de México.
En realidad, la paloma blanca y la frase brutal (“Fue el Estado. Fue el Ejército”) no son un monumento, sino lo opuesto: un antimonumento.
Un monumento —a Benito Juárez, José María Morelos y Pavón, Josefa Ortiz de Dominguez o Emiliano Zapata— es una construcción física e histórica de ciertos personajes y episodios por parte de un régimen y un Estado que reparte medallas o erige bustos para venerar a sus héroes.
Un antimonumento es el rescate de una verdad destruida por un gobierno y un Estado.
El de Tlatelolco 68 es un antimonumento: una declaración y un gesto que encuentra su fuerza y legitimidad en la verdad negada sistemáticamente por un régimen y la verdad reconstruida, restituida y mantenida viva por la sociedad como la representación de un acto de barbarie por parte de un gobierno y un Estado (y sus fuerzas armadas).
Mientras el régimen priista se mantuvo en el poder, durante 76 años, nunca reconoció el crimen de los estudiantes como una decisión o un acto ejecutado por un gobierno y el Estado que representaba.
El antimonumento llegó al Zócalo en octubre de 2018, cuando el último de los gobiernos del PRI había caído sepultado por 30 millones de votos.
¿Qué nos dice un antimonumento del pasado? Nos recuerda lo que se ha hecho o deshecho por voluntad de un hombre: el presidente.
En 1968 Gustavo Díaz Ordaz encabezó las acciones de un gobierno para destruir la verdad de Tlatelolco, que era una: el Ejército había abierto fuego y asesinado a los estudiantes.
Un antimonumento, como un bálsamo y un rescate a esa verdad secuestrada por varios presidentes y gobiernos.
El 3 de octubre, la crónica del periodista Félix Fuentes, en La Prensa, el diario de mayor circulación en el pueblo, narraba que a las 6:10 un helicóptero iluminó el cielo con luces de bengala y cinco mil soldados dispararon sus armas contra unos 10 mil estudiantes.
Los fotógrafos de La Prensa publicaron una versión muy semejante de los hechos.
Al día siguiente a Fuentes le suspendieron el salario por publicar la verdad. Dos días después, las versiones de Fuentes y los fotógrafos fueron desplazadas y se instaló la verdad oficial: los soldados repelieron el fuego. Tres días después La Prensa daba cuenta de una confabulación internacional.
Si la voluntad de Díaz Ordaz hubiera sido esclarecer la verdad, las versiones de Fuentes y los fotógrafos testigos de la matanza hubieran servido de testimonios. Fuentes vive y recuerda la censura.
Pero el hubiera no existe y lo que existe es ese antimonumento que da la espalda al Palacio Nacional, símbolo del absolutismo del poder presidencial.
POR WILBERT TORRE
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