El sitio de internet Spectator Index informa que en México sólo 6% de la población estaría satisfecha con el funcionamiento de la democracia. Desde el fin de la Guerra Fría en 1989, la democracia como forma de gobierno y de vida para las distintas sociedades occidentales, se presentó como la única alternativa viable capaz de combinar la organización política de los Estados, con la satisfacción de sus ciudadanos convencidos de que existía una relación automática entre democracia, crecimiento económico y redistribución de la riqueza.
Pero de nuevo aquellas teorías que suponían que la historia caminaba por un rumbo determinado independientemente del accionar humano, se volvieron a equivocar.
El binomio globalización-democracia dejó en su camino a millones de personas ancladas en el mundo rural, provinciano, reproductor del pensamiento que añora un glorioso pasado inexistente, pero lo suficientemente real para justificar el fin de la democracia representativa y su sustitución por modelos autoritarios basados en líderes poderosos y democracias acotadas.
Es el fenómeno internacional que vemos desde el Brexit, pasando por la elección de Trump, el fortalecimiento de Erdogan en la Turquía dictatorial, o los casos latinoamericanos, donde a pesar de sus reiterados fracasos económicos, los populismos reviven una y otra vez ante la carencia de resultados palpables para ese segmento de población que no se reconoce como beneficiaria de la globalización, a pesar de que en muchas ocasiones los propios números contradicen esta percepción.
“El fenómeno del auge del populismo tiene mucho que ver con el provincialismo”, dice Ece Temelkurán, la periodista turca en su espléndido libro: Cómo perder un país (Anagrama 2019), donde insiste en este proceso de tránsito del provincialismo rural a las grandes urbes y finalmente a un electorado que legitima la creación de Estados autoritarios a partir de procesos democráticos, para finalmente establecer una nueva realidad que cancela a la democracia representativa y sus normas.
En México no estamos exentos de este riesgo. Los cuestionamientos a las instituciones de la democracia representativa y los intentos de legitimar la llamada “democracia directa” que no es más que la legitimación de la voluntad del caudillo, tienen impacto en una población que no valora las bondades de una democracia que podrían desaparecer en unos cuantos años.
Abandonar la democracia construida en las últimas décadas por la certeza que supone un modelo autoritario, es renunciar a la libertad de decidir, participar y finalmente conciliar intereses opuestos en un sistema dispuesto a hacer desaparecer la voluntad de aquellos que no opinan como el caudillo, o incluso como la mayoría.
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POR EZRA SHABOT
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