Dejar tu país porque no tienes qué comer, no hay medicinas ni trabajo y el dinero no vale nada, y buscar otro horizonte para sobrevivir, debe ser una de las decisiones más complejas para cualquiera.
Más aún cuando tienes 20 años, eres un reconocido atleta y luchas por continuar tus estudios de Medicina, pero tienes que irte y empezar de cero; tienes que volver a nacer.
Cuando se habla de la tragedia en Venezuela, un país de 29 millones de habitantes y en donde más de 4 millones lo han abandonado, se nos olvida ese rostro de los jóvenes que dejan a sus familias y se van, solos, con un pasaporte y 20 dólares para cruzar la frontera.
Luis me contó cómo dejó su natal Mérida y se despidió de su madre y hermanas, sus medallas y su vida, para cruzar la frontera y hacer una primera escala en Bucaramanga, Colombia.
Allí trabajó durante 60 días, casi como esclavo en una panadería, para luego dormir en el piso, comer un poco y juntar dinero para el siguiente trayecto del viaje.
Conoció a muchos que estaban como él y supo de una amiga que se había casado con un ecuatoriano, lo que lo llevó a cruzar montañas durante siete días a pie y a veces en camión.
Luis iba con sus pocos dólares escondidos férreamente, lleno de miedo por las amenazas del camino, pero con la esperanza de llegar a donde quizás podría vivir mejor.
Había perdido tanto peso que pasó 15 días recuperándose.
Fueron más de 70 días en los que, salvo en dos ocasiones, no había podido hablar con su familia; ahora en Quito, encontró un trabajo cargando cajas en un mercado.
La paga apenas alcanzaba para comer, porque casi todo había que mandarlo a Venezuela en donde la madre, doctora en la clínica de su ciudad natal, ya no podía llevar comida a su casa.
Sólo tenían lo que podía aportar el hijo mayor con su trabajo.
Lo vivido en Quito lo llevó a seguir adelante.
Escuchó que en Chile tendría mejores oportunidades, por lo que emprendió el viaje y cruzó la frontera en Arica.
Gracias a lo que recordó de una telenovela, le contestó al oficial de migración que solamente iba de visita y no de trabajo, consiguió una dirección y entró como turista con sus 500 dólares ahorrados.
Ya en Santiago, en un restaurante de una familia china, encontró consideraciones y cuidados a cambio de 14 horas diarias de trabajo.
Ahí su perspectiva cambió. Se dio cuenta de que valía la pena perseguir su sueño y seguir estudiando.
Comenzó en una clínica como intendente de mantenimiento, después inició la Escuela Técnica de Enfermería y luego de dos años regularizó su residencia.
Ahora es enfermero, pero quiere ser médico porque sabe que lo puede lograr.
No es un millennial cualquiera: no le interesan las redes sociales ni las apariencias.
Le importa saber que pudo mantener su dignidad en el camino y que algún día volverá a ver a su familia y los sacará de Venezuela. Mientras tanto, nosotros con nuestros problemas y Nicolás Maduro tan campante.
POR JAVIER GARCÍA BEJOS
COLABORADOR
@JGARCIABEJOS
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