Siempre he tenido ganas de ser carpintera. Fabricaría una mesa, por ejemplo, al nivel de mi cintura, para picar, con rueditas, un cajón para guardar cuchillos y un agujero para, por ahí, echar las sobritas de lo trabajado.
¿Y, si por ejemplo, me vuelvo carpintera, pero también de platos? A qué voy con ello. Carpintería de oro le llaman también, qué término más maravilloso.
Objetos que rotos, reparados y llenos de magia, se vuelven más importantes de lo que eran antes de romperse.
Eso es el kintsugi, que, alegremente, también, es una poderosa metáfora de la importancia de la resistencia y del amor frente a lo que se complica. Ya sé, ando profunda, pero me identifico.
Según la leyenda japonesa, el kintsugi nace cuando alguien -un iluminado creo yo-, envía un tazón de té roto a China para su reparación. Cuando el objeto regresa enmendado con burdas grapas, el propietario suplica a los artesanos locales le den alternativas que vuelvan al cuenco feliz, estético, amable -como a mí me gustan las cosas-.
Y así sucede, se unen con barniz espolvoreado con oro los fragmentos de cerámica de platos, vasos, cuencos o bateas que servirán para futuras comidas epicúreas, y, recuperando su forma original, las cicatrices doradas evocan el uso, el tiempo que pasa, la mutabilidad y -lo que a mí me seduce-, el valor de la imperfección.
Ya me habían ofrecido una vez un taller de kintsugi y no veo claro.
Estoy buscando piezas a la venta y ofrezco recompensas -caras-, por las más bonitas de cerámica roja, el color más difícil de hornear.
Me imagino tomando café matutino en el solceito en un tazón cicatrizado de oro.
Visualizo un platón de diámetro importante colgado en una pared de aquélla casita en un viñedo imaginario.
Así escribió Hemingway, el mundo nos rompe a todos, y luego algunos se hacen más fuertes en las partes rotas.
Esa soy yo, así soy yo.
POR VALENTINA ORTIZ MONASTERIO
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