Así se titulaba una charla que impartió allá por septiembre de 1995 en Harvard Tim Golden, el entonces corresponsal del New York Times en México. Después del desastre político de 1994 y la brutal crisis económica de 1995, para el conferencista era sorprendente que el verano del 95 había sido política y socialmente más bien sereno. Su explicación tenía que ver, en lo esencial, con las redes familiares y sociales de apoyo (incluyendo las remesas) que sirvieron para contener los más perniciosos efectos del desempleo, devaluación e inflación de aquellas épocas. Faltaban, lamentablemente, casi dos años más para que hubiera una elección que permitiera sancionar la debacle económica provocada en la última transición entre gobiernos del PRI.
Hoy México no transita (todavía) por una crisis económica estrictamente hablando: aunque el desplome de la inversión, el empleo y el crecimiento son notorios, no hay aún consenso sobre si estamos en recesión; la inflación está contenida, y el entorno internacional y las altas tasas de interés locales favorecen la estabilidad del peso. Y si bien el año pasado fue tumultuoso políticamente, más bien la votación del 1 de julio tenía algo de virtuoso. Se trataba de la primera vez que un electorado harto con su gobierno y escéptico de sus alternativas daba la presidencia y una mayoría en ambas cámaras a una sola opción, y con origen en la izquierda.
Veinticuatro años después, volvemos a enfrentar un verano amenazante. A diferencia de lo que se esperaría tras una catarsis electoral tan contundente, y en un entorno de crecimiento acelerado de los EEUU (aunque suponemos que es temporal), nuestro país hoy está paralizado en su desarrollo y polarizado en su política y sociedad. México es otro del que vivíamos en 1995, pero ojalá el mecanismo que planteaba Golden como hipótesis permanezca vigente de alguna forma; suena a que va a hacer falta.
Mucho de lo que ocurre no es por casualidad, sino más bien un diseño. A la desigualdad enorme que ya vive nuestro país, se le echa gasolina desde el poder con la aparente intención de que coja fuego y la combustión sea fuente de una energía purificadora y refundacional. El presidente celebra que la opinión pública está dividida en el respaldo a su gestión entre "élites" y "pueblo", y pareciera considerarlo signo de que su proyecto va avanzando. José Woldenberg escribe hace unos días una lúcida nota donde se cuestiona hasta dónde llegará la destrucción generada por el régimen, y en muchos círculos de análisis (de derechas e izquierdas) se discute con perplejidad la aparente ausencia de fronteras a la voracidad pirómana del gobierno en turno.
Y en la calle, mientras que el crimen acelera el paso y consolida su imperio en muchos rincones del país, los policías federales protestan contra su forzada conversión en efectivos de una Guardia Nacional militarizada que solo traerá consigo una profundización del problema. Por fortuna, se mantiene como prioridad salvar la integración comercial con Norteamérica, y el Banco de México y Hacienda han cuidado el balance macroeconómico para que las cosas no estén peor. Pero es preciso además corregir el rumbo y apaciguar el ánimo. Son pocos los mecanismos capaces de contener un torbellino de fuego una vez echado a andar.
POR ALEJANDRO POIRÉ
*Decano Escuela de Ciencias Sociales y Gobierno Tecnológico de Monterrey
ARTICULISTA
@ALEJANDROPOIRE