Para qué miento, no sé nada de sake. A mí por ejemplo me pone de mal humor la gente que cree que sabe de vinos -ojo, saber de vinos es desde mi óptica prioritariamente saber beber vinos- y en realidad poco conoce y fanfarronea; cada uno a lo suyo. Así me dijo mi hija mayor mientras probaba un helado de vainilla: “mamá, tú opina sobre un pipián de esos que te fascinan o sobre un sabayon, pero no eres autoridad para opinar sobre postres”, tiene razón.
En términos generales sabemos que es un licor japonés elaborado en base a arroz fermentado, de producción casi sublime y con un alto grado de alcohol. También sabemos que se sirve frío o caliente, dependiendo del gusto de quien lo bebe y en ocasiones también de la celebración y de la tradición.
Me gusta el sake por con quien lo he bebido, por los lugares en los que lo sirven, amable el sabor y deliciosos los aromas.
Hace no mucho aprendí que beber sake bajo un árbol sakura durante la temporada de hanami -cuando florecen los cerezos-, se llama hanami zape, y beberlo admirando la luna llena en otoño se le llama tsukimi zake. Identificación total ¿Por qué no hay un término igual bebiendo un borgoña blanco o champagne vintage con pajaritos en el fondo de una terraza?
Del sake me gusta también su cerámica, las normas y etiqueta en su ceremonia de consumo. Servir a otros es una costumbre japonesa que indica respeto y amistad y se dice que no hay que servirse a uno mismo, sino que lo hagan por uno. Más bonita es todavía la norma que indica que es doblemente amable ofrecerlo y pasarlo con ambas manos. Me encanta el gesto, me debería de encantar el sake.
Como acumuladora, me gustan los vasitos en los que se sirve. Mucho los de ciprés o de porcelana blanca con motivos azules -me acaban de regalar otros dorados por dentro elegantísimos que rescaté de acabar siendo receptores de chipotle y habanero en casa-.
Que sea esta una nueva aventura de conocimiento, de acumulación, sobre todo, de búsqueda de conceptos que titulen situaciones para beber bonito. A mí, me gusta beber bonito.
POR VALENTINA ORTIZ MONASTERIO
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