De negaciones y negociaciones

Ni palestinos ni iraníes están en condiciones de negociar. Los primeros no tienen ya nada que perder

Hace dos semanas, el gobierno del presidente Donald Trump aprobó sanciones contra el régimen del líder supremo de Irán, el ayatola Alí Jamenéi, en el marco de sus crecientes presiones contra Teherán. Pocos días después, en Bahréin, el yerno y asesor de Trump, Jared Kushner, develó, con espectacularidad, el componente económico del “acuerdo del siglo” de Estados Unidos: el plan de paz para israelíes y palestinos. En su trama operativa, el gobierno estadounidense impide a los iraníes y a los palestinos negociar con alguna ventaja o expectativa de mejorar sensiblemente su situación; en lugar del conocimiento sensato de las circunstancias, Washington está exhibiendo desdén, desconexión y confusión del acuerdo diplomático con la negociación agresiva.

Las concesiones que Donald Trump quiere arrancar a Irán —básicamente que renuncie a su agenda política y de seguridad— son inalcanzables. Es uno de los tres únicos países no árabes en Medio Oriente y el único Estado islámico chií rodeado de actores árabes cuya población es mayoritariamente suní (a excepción de Irak, Bahréin y Líbano), gobernada por sunís (salvo Irak desde 2003 y Líbano).

Israel, India y Pakistán también poseen armamento nuclear; ellos, a diferencia de Irán, no son signatarios del Tratado de No Proliferación Nuclear. Y desde el año 1990, Washington renunció a la posibilidad de integrar a Irán a un esquema de cooperación regional.

Por su parte, el régimen iraní considera que su capacidad de misiles es su principal herramienta de disuasión; si es atacado, Irán puede atacar instalaciones vitales en Arabia Saudita y otros países del Consejo de Cooperación del Golfo, tales como refinerías de petróleo, centrales hidroeléctricas y sistemas de desalinización de agua.

Además, la participación militar y la influencia política en Irak, Siria, Yemen y Líbano son una manera de mantener la confrontación lejos de sus fronteras. Desde un punto de vista económico, Irak y Siria son una fuente importante de ingresos para Irán.

En el caso de los palestinos, proponer un enfoque económico para resolver el conflicto palestino-israelí no es nada nuevo; le antecedieron el líder israelí Shimon Peres y su visión de Nuevo Oriente Medio, así como varios mediadores internacionales, incluido el cuarteto Organización de las Naciones Unidas (ONU), Estados Unidos, Unión Europea (UE) y Rusia después de la Segunda Intifada (2002).

Pero el yerno de Trump los superó en desvincular completamente la dimensión política de la economía, cuando desde 1948 ha quedado claro que el tema palestino-israelí nunca ha podido reducirse a su aspecto humanitario ni resolverse mejorando el bolsillo de los palestinos.

La autoridad palestina no tiene control sobre las fronteras, infraestructura, puertos y aeropuertos, tierra, agua ni otros recursos. Ni siquiera tiene control total sobre su propio presupuesto.

Ni palestinos ni iraníes están en condiciones de negociar. Los primeros no tienen ya nada que perder; en el caso de los segundos, la autocracia se juega su permanencia en el poder y percibe que cada día más la orillan al precipicio.

El gobierno de Donald Trump busca estrangular económicamente a Irán (el Fondo Monetario Internacional pronostica una contracción de seis por ciento en la economía de la república islámica este año, luego de haberse contraído ya 3.9 por ciento en 2018) y aislar a su régimen, como lo hizo con Irak en la década de 1990, cuando el régimen de Saddam Hussein sólo podía comprar alimentos y medicamentos a cambio de petróleo.

Nada le valió entonces a Bagdad desarmarse; Teherán tomó nota.

Por su parte, el desarrollo de Jared Kushner que promete con condescendencia a los palestinos sugiere apostar a que la raíz del problema se disipe. Aquella prosperidad sólo podría suceder si se levanta la ocupación israelí.

Por: Marta Tawil