Lección de elegancia

La ficción es capaz de recrear escenas con un realismo tan brutal, que nos lleva a la acción, como si fuéramos parte de ella

Estaba de viaje en Houston con mi mamá y mi hermana hace algún tiempo. Tras un primer día de mucho trajín, para media tarde ya estaba fumigada. Después de cenar, nos fuimos al hotel y a mí no me pasaba otra cosa por la mente que meterme a la cama y así lo hice. Mientras intentaba dormir plácidamente ellas dos, ya en pijama, seguían hablando, acomodando cosas o desarmando maletas. Sin que su ajetreo afectara mi plácida caída al sueño, de pronto hubo algo que me puso en alerta. Comenzó a sonar una alarma de evacuación que las tres ignoramos olímpicamente. Después de un rato de sonar con insistencia, fui hasta la puerta y la abrí. Me encontré el pasillo completamente vacío y cubierto de humo. Alterada la cerré y les dije: “¡Está lleno de humo, esto es un incendio, vámonos!”. Más pálidas de susto que del cansancio del día, nos preparamos para la evacuación mientras seguía sonando la chicharra de forma ensordecedora. Aún tuve cabeza para rescatar nuestros pasaportes, algo de dinero y las llaves de un coche rentado. Cuando llegamos a la puerta, me puse contra ella y les dije determinante: “¡Un momento!, pónganse el brassiere” y después de eso, salimos disparadas de la habitación. Bajamos 21 pisos por la escalera lo más rápido que pudimos en total soledad. Mi mamá iba elegantísima con un camisón de seda azul marino y pantuflas a juego, el pelo intacto, como una reina en la intimidad de sus aposentos; su paso era más lento y me gritaba angustiada mientras bajaba: “¡¿Atala, dónde estás?!”. Yo era más veloz intentando acelerar sus pasos. Fuimos las últimas en salir del hotel y nos encontramos una escena digna de película. Había cuatro camiones de bomberos, televisoras transmitiendo en vivo, la entrada al hotel acordonada y todos los huéspedes en pijama igual que nosotras. Había un grupo de japoneses que no habían soltado sus vasos de sake en la huida; seguro eso los anestesió del susto porque estaban partidos de risa en medio del suspenso que vivíamos. De lejos contemplé a mi madre conversando con otras huéspedes mexicanas. Tan majestuosa como suele ser, noté por el escote trasero de su elegantísimo camisón que llevaba todo torcido el broche del brassiere y sus finísimas pantuflas se habían estropeado después de bajar 21 pisos; al ver eso, terminé igual que los japoneses, pero yo sin sake. Cuando el riesgo estuvo controlado, nos permitieron volver a nuestras habitaciones. Cuando me preguntan que por qué siempre estoy tan elegante, veo a mi mamá con su camisón de seda azul y pienso: podrás perder tu pasaporte, dinero, o unas llaves, pero ¿el estilo? ¡El estilo no se pierde jamás!

Por ATALA SARMIENTO COLUMNAS.ESCENA@HERALDODEMEXICO.COM.MX

@ATASARMI

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