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Plomo y Pluma: Cortés barrena sus navíos

OPINIÓN

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En la mañana del 26 de julio de 1519, izó las velas el barco que llevaba a España el tesoro de Moctezuma, bajo la custodia de los capitanes Montejo y Puertocarrero Cortés había solventado sus asuntos con el flamante emperador Carlos V. Quedaba por resolver la situación interna, que no era sencilla. La pequeña tropa del conquistador estaba dividida. Los hombres habían tenido que aceptar dos decisiones crueles: el envío de todo el oro del botín al rey de España y duplicar a futuro el quinto real –el impuesto pagadero al rey–, dado que Cortés había decidido conservar para su uso propio otra quinta parte del oro por encontrar. Así, Cortés quería colocarse simbólicamente en un pie de igualdad con el monarca de Castilla. Ponía de manifiesto que, de ahora en adelante, existían dos poderes: el de Carlos, lejano y exótico, y el suyo, presente y palpable. Evidentemente, todos sus hombres habían firmado. Pero muchos a regañadientes. La tropa no tenía nada, sino promesas. El futuro era incierto. Además, unas velas enemigas rondaban por Quiahuiztlan; eran de los barcos armados por Francisco de Garay, el codicioso gobernador de Jamaica, afiliado al clan Colón, quien quería apoderarse de México. Inquietos, algunos soldados murmuraban y se quejaban. Unos decidieron abandonar la partida y tomaron a la fuerza un barco para regresar a Cuba. Cortés decidió sofocar la rebelión naciente. En la noche del mismo 26 de julio, Cortés barrenó toda su flota gracias a la complicidad de los marineros que aceptaron transformarse en soldados. La leyenda nos ha transmitido la imagen de Cortés quemando sus naves en Veracruz antes de lanzarse a la conquista de México. Las llamas pertenecen a nuestro imaginario colectivo, pero sí, es cierto, Cortés hundió sus barcos. De hecho, esa decisión procede de una increíble voluntad y de una confianza inquebrantable en la Providencia. Proclama de ese modo la irreversibilidad de su aventura. De manera definitiva, da la espalda a Cuba y, más allá, a su Castilla natal. Lo apuesta todo. Su vida será mexicana o no será. Para que su determinación sea patente y su autoridad indiscutible, hace juzgar a los expartidarios del regreso a Cuba. La técnica de Hernán es interesante: él mismo se encarga del interrogatorio, cara a cara. Sopla calor y frío; amonesta, cierra los ojos y perdona, o condena para justificar su cargo de “justicia mayor”. Firma dos sentencias de muerte “con grandes suspiros y sentimientos”. Por haber intentado robar un barco no solo para regresar a Cuba, pero con el fin de avisar al gobernador Velázquez del cargamento de la nave de Montejo y Puertocarrero, dos lugartenientes de Velázquez, Escudero y Cermeño, fueron ahorcados. El piloto Gonzalo de Umbría, su cómplice, fue condenado a que le corten dedos de un pie. Los opositores Diego de Ordaz, Bernardino de Coria y Juan Velázquez de León, miembros de la conspiración, obtuvieron la gracia y se volvieron fieles aliados de Cortés. Sin embargo, sería excesivo presentar la tropa del conquistador como mayoritariamente hostil al proyecto mexicano. Prueba de ello, antes de barrenar sus navíos, el extremeño dio la orden de sacar todo lo que se podía de los barcos, las reservas de víveres, las armas, las velas, las sogas, las anclas, las herramientas y la madera. Lo que tomó tiempo y no pudo hacerse por sorpresa. Otra vez, vemos a Cortés manejando la fuerza del símbolo. El sacrificio de su flota es sobre todo un mensaje. Enviado a sus hombres y a Moctezuma. Por: Christian Duverger abr