El coche se detuvo en la Sala Margolín, una tienda de libros y música clásica. René, el chofer de mi padre, lo obedeció al pie de la letra. Se bajó veloz y le abrió la puerta al príncipe árabe haciendo una reverencia. Me fui detrás de él, azotando la puerta y rolando los ojos hacia arriba a René, quien me guiñó un ojo; ahí supe que no tenía aliados y que le encantaba jugar a las travesuras de mi papá.
El príncipe cruzó la entrada de la tienda y el viento de la puerta ondeó las telas de sus túnicas; caminé detrás suyo hasta que se detuvo en una estantería cubierta de CDs. La recorrió con su mirada hasta que se giró y en voz alta comenzó a decirme cosas en árabe. Yo abría los ojos impresionada al contemplar el espectáculo atestiguando que mi padre cumplía su amenaza.
Después de esas palabras indescifrables para mi razón, se me acercó y me dijo al oído: Dile a Luis que estoy buscando unos discos de El camarón de la Isla -Papá ¿quién es Luis?- le contesté fastidiada. Luis, ese señor bajito que está en la caja. Es mi amigo, dile lo que estoy buscando ¡anda! - y me palmeó en la espalda para que fuera.
En lo que caminaba de malas hacia la caja, papá siguió espetando cosas en árabe, mientras yo intentaba fingir demencia ante la mirada atónita de Luis a quien le extendí la solicitud del soberano. La escena repitióse varias veces y así estuvimos un rato jugando él al príncipe y yo la intérprete.
Luis no daba crédito de lo que pasaba en su tienda y miraba el cuadro con mucho asombro. Iba detrás nuestro sacando cada uno de los discos que su alteza solicitaba y cuando intentaba dárselo en la mano, me señalaba diciendo algo en árabe. Yo le sonreía a Luis e iba acumulando entre mis manos un altero de discos de El camarón de la Isla, de la Niña de los Peines, de Antonio Mairena y otros representantes del más puro flamenco.
La escena era insensata y extravagante de principio a fin: Un príncipe árabe comprando discos de flamenco en México, con una intérprete rubia enfadada.
Cuando mis brazos ya no soportaban el peso de la torre de discos que cargaba, su alteza se acercó a nosotros lentamente y, quitándose las gafas, se puso enfrente de Luis y le dijo con voz muy profunda: -¡Hola Luis! ¿Cómo estás? ¿No me reconoces? Soy Rafael Sarmiento.
En sólo 5 segundos él mismo desmanteló el papelazo al que nos prestamos todos los participantes en su diablura. Juro por dios que en ese momento los discos que cargaba me pesaron el doble y mis brazos estuvieron a punto de vencerse tirando todo en cuanto lo escuché revelar su identidad. Y entonces sucedió lo inaudito… CONTINUARÁ...
POR ATALA SARMIENTO
COLUMNAS.ESCENA@HERALDODEMEXICO.COM.MX
@ATASARMI