"La sangre llama”, reza un conocido dicho popular. Cierto o falso, el hecho es que sí hay situaciones, lugares o elementos por los que sentimos una inexplicable y curiosa afección.
La raíz andaluza de mi padre lo impulsó a convertirse en un admirador estudioso de la antigua cultura árabe, aquella que durante tres siglos ocupó y dominó el sur de la península Ibérica.
Cada vez que visitaba la Alhambra, en Granada, se emocionaba hasta las lágrimas mientras recorría los palacios nazaríes y decía que sentía que le bullía la sangre porque en otra vida él fue un príncipe árabe que habitó aquel majestuoso alcázar.
Este misterioso apego a lo árabe hizo que incluso se pusiera a estudiar el idioma y se comprara algunas vestimentas propias de tal cultura. Le daba, a veces, por salir a la calle en traje típico: una túnica clara de anchas mangas, larga hasta los tobillos y un turbante de cuadros, blanco y negro, sujetado a la cabeza por un cordón grueso de hilo de seda.
A los 49 años sufrió un primer infarto del que se salvó. Tras una larga recuperación hospitalaria, y luego en casa, por fin el cardiólogo le dio permiso de salir. Lo primero que quiso hacer fue ir a comprar discos a una tienda especializada en música clásica en la colonia Roma, a la que me pidió que lo acompañara.
Yo lo esperaba en la sala de su casa mientras hojeaba uno de sus libros de arte, cuando escuché sus lentos pasos acercándose a mí. Aún sin que yo hubiera volteado a verlo noté que algo extraño pasaría por el tono de voz con el que me dijo: “Estoy listo, nos vamos”.
Me levanté del sofá y me giré para alcanzarlo en la puerta de salida de casa. Me topé entonces con su enorme figura enfundada en ese personaje de príncipe árabe al que tanto le gustaba jugar. Llevaba, además, unas enormes gafas de sol que le cubrían la mitad del rostro. Entre eso, el turbante y la barba, poco se distinguía su verdadera cara.
Aunque ya me era familiar verlo así vestido, esa mañana no pude evitar mi asombro; y tampoco dudé en cuestionarlo avergonzada: “¡Papá ¿es en serio que te vas a ir así?!”. Pero más asombrada me quedé cuando, sin responder una sola letra a mi pregunta, lo vi caminar decidido hacia el coche.
Allí estaba listo René, su chofer de toda la vida quien ya lo esperaba abriéndole la puerta del auto. Antes de subirse nos llamó y, convencido de su papel, nos dijo a los dos:
“A ver, yo soy un príncipe árabe; Atala, tú serás mi intérprete y tú René, cuando lleguemos a la Sala Margolín me abres la puerta, yo me bajo y me haces una reverencia cuando salga ¿vale?”. No era opción desobedecer a su disparate.
En su papel de príncipe de verdad, mi papá ignoró olímpicamente mi obvio descontento durante el recorrido. Pero al llegar a nuestro destino sucedió realmente lo inconcebible… Continuará…
POR ATALA SARMIENTO
Relatos de un príncipe árabe (parte I)
Como extraído de algún pasaje de Las mil y una noches, mi padre se sintió príncipe árabe...