Plomo y pluma: Cortés dirige una guerra indígena

Por su parte, para poner a prueba el compromiso del Capitán general, para obligarlo a demostrar su determinación, los totonacas decidieron tomarles a los aztecas una guarnición llamada Tizapantzinco. Cortés tenía que estar a la altura y se encontró en la obligación de dar al señor de Cempoala todo su apoyo. Al ver a los españoles montados en sus caballos, los hombres que resguardaban la fortaleza huyeron, prácticamente sin combatir. Cortés pudo entrar a la plaza, que entregó a los totonacas, pero puso una condición para hacerlo: pidió que una vez desarmados, les perdonasen la vida a todos los soldados mexicas. Actuación incomprensible para los nativos. Entonces es cuando surge la parte irreconciliable del encuentro: los cristianos no pueden aceptar el sacrificio humano. Y Cortés sabía perfectamente que el destino natural de los cautivos de Tizapantzinco era el cuchillo sacrificial. Factor agravante, se practicaba entre guerreros una forma de canibalismo ritual directamente derivada del sacrificio. El Capitán general era capaz de aceptar mucho de la cultura autóctona pero, frente al sacrificio, se negó a consentirlo. Así se opuso a una tradición indígena milenaria. Para el recién llegado en tierra extranjera, era peligroso. Ya lo había podido comprobar en las conversaciones que mantuvo con el cacique de Cempoala. Si los dos jefes llegaron fácilmente a un acuerdo sobre su alianza militar contra Tenochtitlan, la incomprensión estalló al hablar de religión. Los totonacas no querían cambiar la más mínima de sus prácticas y creencias. Explicaron a Cortés que estaban bien con sus dioses que “les daban salud y buenas sementeras y todo lo que habían menester”. Los habitantes de Cempoala rechazaron la idea de abandonar a sus dioses quitándolos de sus templos y por orden del cacique, muchos guerreros se desplegaron en defensa de las pirámides. Los españoles estuvieron a punto de ser masacrados. Cortés tuvo que renunciar y negoció otra cosa: la colocación de la cruz en la cumbre de una pirámide. Eso era aceptable. En Mesoamérica no existía inconveniente en reconocer los dioses de los inmigrantes de origen nómada; éstos podían recibir un culto al lado de los dioses locales. Así los totonacas aceptaron que se dedique al dios cristiano, sacrificado en una cruz, un santuario propio; concretamente, se remodeló un templo que los españoles encalaron con yeso blanco y se empotró en su plataforma una maciza cruz de madera. En las crónicas, el discurso sobre el “derrocamiento de los ídolos” es una interpretación alegórica que no corresponde con la realidad del contacto. Nunca Cortés estuvo en situación de entablar una lucha contra los cultos prehispánicos. De todos modos, tal no era la prioridad. Y el Capitán general aprendió a cerrar los ojos frente a las prácticas guerreras de sus nuevos aliados. Tal fue el caso en Tizapantzinco: el deseo de Cortés no fue respetado. En Mesoamérica, no había guerra sin cautivos; era imposible concebirlo. Pero el extremeño se había invitado en un mundo de cultura milenaria: es él quien necesitaba adaptarse, no al revés. En ese mismo momento, en Fráncfort, el joven Carlos I de Castilla, de 19 años, era proclamado electo emperador romano germánico, bajo el nombre de Carlos V. Para comprar su elección, había gastado más de dos toneladas de oro que le prestaron los banqueros alemanes. Carlos V necesitaría de Cortés y de la riqueza de México.

POR CHRISTIAN DUVERGER