No sé si venía en mi información genética o ese hecho me hizo desarrollar un finísimo sentido del olfato. El caso es que yo siempre digo que erré de profesión y que debí haber sido “nariz en París” y no presentadora de televisión.
Los perfumes son obras de arte menospreciadas porque no se pueden ver ni tocar. Pero hay tantas emociones a su alrededor que deberían revalorizarse entre las bellas artes. Hoy en día la industria de la moda nos ha hecho creer que el perfume es un accesorio más y no es así; se trata de un ignorado elemento artístico potentísimo.
Los perfumistas, a partir de 300 ingredientes de origen natural como materia prima, crean sus fragancias igual que un pintor enfrentándose con su paleta de colores a un lienzo en blanco. Dice el perfumista francés Serge Lutens que sus perfumes lo revelan todo porque en ellos está su ira, sus dudas, los momentos en los que pierde el equilibrio y los califica casi como una sesión freudiana.
Los perfumes reproducen olores de ambientes, de paisajes, de estaciones del año, de sentidos, y otras cosas más intensas y profundas como efectos psicológicos, de atractivo, de sensualidad ¡despiertan otros sentidos y memorias que van directo a nuestro subconsciente!
El perfume que llevas puesto, además de hablar sobre ti, debe darte identidad para que la gente recuerde tu olor. Dice el perfumista barcelonés Ramón Monegal que tú eres como hueles y hueles como eres y que no podemos hablar de buenos o malos perfumes, sino de perfumes bien o mal llevados. Esto se refiere a que los olores comunican poderosas cualidades y actitudes como fortaleza, solemnidad, elegancia, o hasta inteligencia. Por eso es importante saber elegir a qué vamos a oler, decidir si ése perfume que estamos comprando nos define, o no, como lo que somos.
Me declaro una de esas adictas a los olores que va buscando por el mundo obras de arte olfativas que me definan y comuniquen. Hace un año, en Roma, encontré una perfumería de puras fragancias de autor. Me llamó la atención la botella de un perfume con aspecto antiguo. Sin saber el nombre, ni el perfumista creador, lo probé en mi muñeca. Era un olor fino y complejo, porque era fresco y dulce a la vez, que me dejó hipnotizada pero dudosa. Tardé 2 días en volver a la tienda para descubrir que el perfume se llamaba “La Dama Blanca” y ahí me cayó el rayo. Ese perfume era yo sin ninguna duda y lo compré.
Así me fui el resto del viaje dejando mi estela por las nostálgicas calles romanas. Reconociendo que detrás de una estética botella de vidrio, y una aparente simpleza aromática, una obra de arte olfativa iba hablando de mí, de esa “Dama Blanca”…
Por ATALA SARMIENTO
'La historia de La Dama Blanca'
Tenía pocos meses de haber nacido pero ya olía a “Madame Rochas”, el perfume que usaba mi madre en la década de los 70