En los últimos días, los hemos visto multiplicarse en las calles como si estuvieran en el receso de una magna convención de guardianes del orden: policías auxiliares, policías metropolitanos, policías bancarios y egresados de la Universidad de la Policía salieron de quién sabe dónde y tomaron de pronto las venas y reductos de la Ciudad de México, héroes anónimos en la ingrata misión de devolverle la tranquilidad a una de las urbes más peligrosas del mundo.
Los policías están en las esquinas de los barrios, en las entradas de las iglesias, al paso de los torniquetes y en los pasillos atestados del Metro, y en bicicletas silenciosas conducidas por mujeres y hombres que devoran el asfalto con el ojo alerta y las manos tensas en el manubrio a la espera de la noticia perturbadora: un nuevo asalto, otro robo, uno más en la ciudad donde el crimen se desplaza como una bestia insomne.
¿Hacía cuánto tiempo que la ciudad no estaba tan llena de policías?
Deben haber pasado algunos años, quizá desde la década de los 90, cuando los oficiales chilangos parecían tocados por una magia de ubicuidad que los situaba siempre en el cruce y el instante preciso para detener a quien se pasaba un alto, zigzagueaba por una avenida iluminada o invadía en un descuido el carril del metrobús. Tras esos tiempos en los que la policía exprimía a los ciudadanos con mordidas jugosas, los uniformados comenzaron a desaparecer poco a poco de los cruces y las esquinas de una ciudad que el sexenio pasado vivió uno de sus épocas de más violencia urbana y desamparo de la autoridad.
El nuevo gobierno quiere devolverle a la Ciudad de México los días de tranquilidad de otra época y en ese intento lo primero que ha hecho es aumentar la percepción de seguridad, enviando a miles de policías más a vigilar las calles.
Tres mil 500 policías –equivalentes a 35 compañías de más de cien soldados cada una– se han lanzado a las callecitas de colonias remotas, a las avenidas principales y los barrios más activos y populares en los últimos tres meses.
La gente, en general, se siente más segura, aunque la multiplicación de los polis no significa necesariamente que las cosas sean absolutamente distintas, como decía el dueño de una taquería en Ermita, donde los policías extorsionan a los meseros, o el joven motociclista que el jueves, en la esquina de Colima y Mérida, en la Roma, respingaba que había tenido que darles doscientos pesos a unos oficiales en patrulla que le habían hecho notar –ah, la ubicuidad mordelona– que su motorizado estaba mal estacionado.
Uno se siente más seguro al ver más policías por todos lados, pero eso no significa que el agravio haya pasado, ni que se deba almacenar una pregunta de muchas que podrían hacérsele: Señor Miguel Mancera, ¿dónde tenía guardados a todos estos policías mientras en la ciudad crecía la bestia insomne del crimen?
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