El debate político en el mundo actual gira en torno a la cuestión de cómo vivir en comunidad y, al mismo tiempo, respetar al individuo y sus necesidades individuales. A grandes rasgos se han ofrecido dos respuestas al debate.
Una respuesta, la da el orden liberal, promoviendo el principio que la sociedad debe crear leyes e instituciones que ordenan la vida comunitaria en reglas que, siendo respetadas por todos, sin importar sus credos políticos, permiten convivir y combinar la totalidad de la vida comunitaria con la diversidad de los individuos y sus costumbres o hábitos particulares, como puede ser sus preferencias en materia política, religiosa, empleo, sexualidad o forma de vida.
El orden liberal pone en el centro de la organización social la separación de los poderes del Estado, el respeto al Estado de Derecho y el estricto apego al orden constitucional, además del respeto a la libertad de expresión, y acota el peso de los liderazgos unipersonales.
La otra respuesta a este debate mundial puede catalogarse como la teocrática, donde rige un mandato con rasgos de liderazgo unipersonal o iluminado producto de las condiciones históricas de la sociedad. Sus leyes y normas son de obligatoria aceptación por todos, legitimadas por provenir de escrituras consideradas sagradas o de plataformas políticas que exigen uniformidad en la sociedad.
Tanto el Estado de escrituras sagradas como el de partido único o líder absoluto, con una única plataforma política, poseen características en común: exigen la pérdida de la individualidad y sus especificidades, subsumiéndose y subordinándose a un ordenamiento moral general y obligatorio para toda la sociedad. Las leyes, sus normas e instituciones están diseñadas a partir del pensamiento único, ya sea de una palabra sagrada o de la plataforma política única. En este modelo, destaca el liderazgo unipersonal religioso o político con capacidad de actuar dentro o fuera de las instituciones y leyes, incluso ignorándolas por completo. Y el individuo, especialmente el disidente por cualquier razón, no encuentra un lugar cómodo en la sociedad teocrática, esa del pensamiento único.
Estas dos grandes tendencias están en choque permanente en el mundo actual. El debate sobre la democracia colisiona donde se definen los alcances o límites del ejercicio del poder. La presencia o ausencia de la cultura democrática se reconoce en la forma de ejercer el poder, independientemente de sus plataformas de gobierno.
Los liberales se definen por liderazgos políticos y económicos acotados por leyes e instituciones fuertes. El ejercicio de gobierno teocrático favorece los liderazgos que actúan guiados por escrituras sagradas o plataformas políticas que son de aplicación absolutista a toda la ciudadanía, incluso por encima de las leyes o instituciones de un determinado país.
Latinoamérica no es la excepción. Imbuida por las concepciones judeo-cristianas, en la región existen regímenes liberales, teocráticos y una gran mayoría en medio, inclinándose o tentándose hacia uno u otro lado.
Liberales como Chile, Perú, Uruguay, República Dominicana y Costa Rica, teocráticos como Venezuela, Cuba, Bolivia y Nicaragua. Entre los regímenes oscilantes se encuentran México, El Salvador, Argentina, Ecuador y Brasil.
La confrontación social, política y económica entre los órdenes liberal y teocrático es una dinámica que gran parte de las sociedades modernas encara. México es un ejemplo reciente de un país históricamente liberal que hoy enfrenta una fuerte impronta teocrática.
El deseo del gobierno por impulsar una Constitución Moral es el ejemplo clásico del pensamiento teocrático de un gobernante. La idea que subyace en ese propósito es imponerle a toda la sociedad un pensamiento único, que obligaría a todos a pensar y conducirse igual, conforme las escrituras del cristianismo. Un cristianismo que parte de concepciones sobre la familia, orden, poder, la mujer, la niñez, el hombre, bondad, sacrificio, honradez, el Estado, la obediencia. Expresa el deseo de imponerle a la sociedad un pensamiento monolítico que sirva, finalmente, para controlar y reprimir la disidencia.
Junto con ello se expresa la intención de establecer un Estado no sólo fuerte, sino impositivo, autoritario, capaz de imponer su programa político a toda la sociedad, repartiendo castigos y premios por igual. Esta intención acompaña, de manera natural, a la imposición de la Constitución Moral. La idea es simple: en una sociedad donde todos piensan igual, no hay lugar para la disidencia. La tentación teocrática se hace presente con fuerza en México.
Los ejemplos abundan: los cuestionamientos de facto al Estado de Derecho, al orden constitucional y el desacato a la división de poderes y a la autonomía, además de la libertad de expresión y de los medios de comunicación, junto con el empleo del presupuesto nacional y la represión fiscal como instrumentos de represión a franjas de la sociedad que no comparten la visión del gobierno central y como arma para coaccionar voluntades políticas.
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