El día en que mi papá se hizo pelícano

son las aves con el pico más grande del mundo. Mi padre alguna vez fue pelícano, para volar a nosotros en el momento más triste de nuestras vidas

Anteriormente, en este mismo espacio, compartí algunos detalles íntimos sobre el dolorosísimo día en que mi padre murió y cómo me lo arrancó el mar cuando echamos parte de sus cenizas tal y como él nos lo pidió.

Hoy voy a extender los pormenores de ese momento justo cuando se cumplen 16 años de que se fundió con el océano y después lo sobrevoló en forma de pelícano.

Mis hermanos, dos tíos y yo fuimos a despedirlo a bordo de un yate que se ancló frente al famoso arco en donde se ubica la Playa del Amor en Los Cabos. Allí nos quedamos un rato entre lágrimas y silencio mientras nos mecía el oleaje del pacífico profundo. Yo contemplaba a lo lejos ese arco que lo dejó hipnotizado desde que yo era una niña y por lo cual decidió vivir allí sus últimos años.

Comenzamos un ritual en el que cada uno le dedicaba unas palabras en lo que dejábamos un puñado de sus cenizas diluirse en el agua salada. Lo impresionante es que no se diluía, se quedaba flotando como una nebulosa gris que poco a poco la corriente arrastraba despiadadamente para alejarlo de nosotros con descaro.

Así llegó el turno de mi hermano el menor; estábamos bañados por un sol inclemente, Rafa levantó en alto el brazo derecho con un puñado de cenizas de papá; sin haber mencionado aún palabra, fue sorprendido, al igual que los demás, por un hambriento pelícano que vino directamente hacia su mano abriendo el gran pico y dejando a la vista el saco gular como si fuera decidido a apresar su alimento.

Asustadísimo, e intentando esquivar la mordida del pelícano, Rafa abrió la mano y el viento hizo volar las cenizas de papá hacia todas partes, dejándonos medio empanizados y sacudiéndonoslo un poco de la ropa.

Rafa nos miró con mucho desconcierto porque, en un momento tan solemne y triste, acababa de suceder algo muy gracioso digno de varias carcajadas. Nuria y yo lo miramos con complicidad y compartimos unas risas discretas con él en lo que el pelícano se apoltronaba con aplomo a su lado en una orilla de la pequeña embarcación.

Rafa repitió su ritual sin más interrupciones avícolas y el pelícano nos acompañó el resto de la travesía, contemplando junto a nosotros esa imagen del mar azul profundo llevándose a papá frente a esas rocas en forma de arco. Después de un rato emprendió de nuevo el vuelo y se fue.

Me gusta pensar que era papá. Un ave tan única y especial por tener el pico más grande del mundo, a nuestro lado en el dolor, y que después quiso volar… ¡Volar eternamente!

POR ATALA SARMIENTO
COLUMNAS.ESCENA@HERALDODEMEXICO.COM.MX
@ATASARMI



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