Los gobiernos de Nicaragua y de Guatemala realizaron la semana pasada dos jugadas que, vistas como sea, son una señal del debilitamiento del orden internacional que por décadas propagaron, o trataron de imponer los Estados Unidos.
El gobierno del presidente Daniel Ortega decidió expulsar a la misión de la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos (ACNUDH), tras afirmar que sus reportes sobre la represión desatada por su gobierno eran "sesgados" y "prejuiciados".
El gobierno del presidente Jimmy Morales anunció que no renovaría el acuerdo con la ONU para los trabajos de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) y lo justificó como "un paso hacia delante en el fortalecimiento de nuestras instituciones para garantizar la continuidad de la lucha contra la corrupción, la violencia y el delito".
Pero en uno y otro casos lo que está en cuestión es la fuerza y la influencia tanto de la ONU como de las organizaciones no-gubernamentales que las apoyaron, dentro y fuera de los dos países. Y aunque con circunstancias propias, en ambos casos puede hablarse del debilitamiento del sistema internacional con el cada vez más evidente retiro estadounidense de los esfuerzos de democratización y valoración de los derechos humanos.
Ciertamente gran parte del problema está en las polémicas alrededor de ambos grupos en los países en que están o estaban destacados.
La misión de la ACNUDH salió el sábado de Nicaragua; la CICIG presuntamente dejará de funcionar el 3 de septiembre de 2019. En los dos casos, las misiones irritaron a los poderes establecidos, específicamente a los gobiernos. Una exhibió un aspecto cada vez más oscuro del gobierno de Ortega, acusado de convertirse en un nuevo dictador. En el otro, la preocupación del gobierno de Morales por las crecientes acusaciones de corruptela en su contra y de sus allegados. ¿Que pudieron haberse excedido en sus funciones? Tal vez. Al menos eso dicen los aliados de ambos gobiernos o ideológicamente opuestos a lo que representan una y otra. Pero también es posible, si no probable, que bajo otras circunstancias internacionales no se hubieran atrevido a hacerlo: el retiro estadounidense de la CICIG debilitó a ese grupo; sectores de derecha cercanos al gobierno estadounidense dieron aliento a Morales y sus aliados para buscar el desconocimiento de la CICIG y de paso a los adversarios de una misión de la Organización de Estados Americanos en Honduras.
En ambas crisis quedan también en entredicho los trabajos de las organizaciones no-guberamentales de derechos humanos o de gobernanza, que en más de un caso dependen más de su posible influencia en el gobierno de los Estados Unidos o ante la ONU que de su propio trabajo en los sitios de los que reportan.
En todo caso, ninguna de las medidas resuelve los problemas en Guatemala o Nicaragua: sólo eliminan salidas políticas por más dolorosas o complicadas que fueran.