Querido Angelo

Porque me salvaste, pude abrazar a mi madre, a mi padre, ver a mis chicos

Hay sitios de la vida donde un hombre golpeando una puerta es un milagro. Hace un año supe eso de ti, que tu voz diciendo “volveré, no voy a dejarte” era un milagro, también tus brazos flacos golpeando con un pico mi puerta y esos mismos brazos sosteniéndome cuatro pisos hasta la calle unos minutos después. Cuando llegaste a mi vida, yo pensaba en mis niños. Esos minutos, mientras la casa crujía, pensé en el momento cuando mi hijo mayor lloró por primera vez, en cómo se calmó cuando le besé la frente. Pensaba también en los días cuando mi hijo menor no podía respirar, ni comer, porque su cuerpo era tan débil y pequeño que no sabíamos si sobreviviría. Los minutos cuando nos conocimos han sido los más aterradores de mi vida. Cuando subiste a buscarme, no sabía que eres claustrofóbico. Lo supe días más tarde, cuando lo contaste en una entrevista. Supe que los héroes también tienen miedo y que mientras subiste la escalera hacia mi casa -en medio de la oscuridad y los escombros- no querías hacerlo y seguiste por ese instinto de quien sabe que tiene en sus manos la vida de otro. He cambiado mucho desde que me salvaste. Supe que nadie se arrepiente de ser valiente, que soy fuerte, más mujer que nunca, más periodista, más mamá, más ejemplo para otras chicas, más hija, más amiga, más colega. Porque me salvaste, pude dormir y vivir en casa de amigos que apenas conocía y me abrieron sus puertas como si yo fuese su hermana, pude abrazar de nuevo a mi madre, reír de nuevo con mi padre, ver crecer a mis hermanos, reencontrar a mis amigos de la infancia, ver a mis chicos aprender a leer y escribir, cómo se les cayeron los dientes, cómo me abrazan fuerte cuando caen los relámpagos. Pude escribir cómo los narcos también se levantan temprano y su madre les prepara merienda. Pude ver una chica limpiando pescado con el agua en la rodilla y a su lado un joven tímido, con una AK-47 colgada en la espalda, en un rincón de México donde todos me dijeron que jamás había llegado un periodista. Pude, meses más tarde, ver la noche estrellada más hermosa de mi vida en un pueblo donde muchos, como yo, habían sobrevivido al sismo, y contar sus historias a lectores que no sabían siquiera que ese lugar existe. Pude decir “no te creo” a dos candidatos presidenciales, acompañar a uno de mis mejores amigos cuando murió su abuelo, a otro cuando se convirtió en padre y decir a otra que vale, es importante y nadie la puede lastimar. Pude decir adiós, gracias eternas, a la historia más larga y profunda de mi vida y volver a bailar guaguancó, ser imprudente y reírme todos los días con un hombre con alma de niño que me trajo de vuelta a la poesía. Pude, sobre todo, aprender que la felicidad es la suma de todas las pequeñas felicidades que nos muestran que la vida importa cada minuto. Gracias por salvarme, Angelo, gracias siempre.   PENILEYRAMIREZ@UNIVISION.NET @PENILEYRAMIREZ