Quizá no se recuerda tanto que la democratización de México contó con el impulso invaluable de las luchas estatales contra la hegemonía priista, especialmente en los años 80 y 90. Tal vez los casos paradigmáticos sean la huelga de hambre de don Luis H. Álvarez contra el “fraude patriótico” de 1986, en Chihuahua, y la Marcha por la Dignidad, de Salvador Nava en San Luis Potosí, en 1991; pero hubieron muchos episodios de protesta contra el autoritarismo desde las izquierdas, el PAN y cientos de movimientos cívicos, que apuntalaron la coalición democratizante que se forjó posterior a julio de 1988, y concluyó en la reforma electoral de 1996. Así vio México nacer su transición a la alternancia. Aprovechando el talento y compromiso de liderazgos nacionales, pero impelido por la urgencia local por revertir décadas de abuso y limitaciones al pluralismo.
Y así también hemos visto, en muchos otros ámbitos, un florecimiento muy diverso de nuevas formas de organizarnos en comunidad, y de nuevas soluciones a los retos que enfrentamos. Estas manifestaciones locales distan de ser suficientes, y son sólo un ingrediente de cualquier proyecto que aspire a tener alcance nacional, pero son muestra de que México es, en los hechos, una federación de entidades. Y que esta organización política no es, ni de lejos, artificial; es reflejo de la geografía, historia, escala y complejidad del país, y especialmente, un espacio de oportunidad enorme para la creatividad.
Y sin embargo, con demasiada frecuencia se ubica al federalismo como una ficción creada por nuestro malinchismo constitucional, o peor aún, como un obstáculo ineludible para el desarrollo del país. Nada más lejano de la realidad; más aún, nada más inútil que pensarlo así. El federalismo, más que un anhelo o un lastre, es un dato. Y en sentido contrario a las lecciones de finales del siglo pasado, por décadas hemos venido luchando contra este hecho, en lugar de incorporarlo en una perspectiva más productiva del diseño de soluciones para el futuro.
Es común escuchar que con la alternancia se perdió el control político del PRI sobre las entidades, y con ello se desataron la corrupción, la impunidad y, básicamente, todos los males del país.
Este argumento, al tiempo que es falaz, resulta perezoso e irresponsable. Además de ignorar resultados positivos que siguen viniendo de los estados (como el Consejo Nuevo León, que opera desde hace unos años, o las finanzas sanas con que cerrará la administración de Guanajuato), olvida casos oprobiosos de colusión entre gobernadores “controlados” por la federación y el crimen en las épocas de hegemonía (los secuestros en Morelos, por ejemplo), y propone, como premisa de la respuesta, la centralización de poder y recursos en manos de la élite “nacional” (mejor dicho capitalina) como única palanca de transformación.
Este impulso centralizador animó muchas iniciativas durante la administración de Enrique Peña Nieto, y encontrará su cénit en el sexenio entrante. La coalición triunfadora gusta incluso de hablar de su hegemonía electoral, y apura la construcción de la red que les permita profundizarla en lo local.
Creo que se llevarán una sorpresa. Como en los años 80, desde las ciudades se están expresando liderazgos, colectivos y organizaciones con las motivaciones más diversas, que sólo verán los intentos de cooptación y control como acicate para su ambición.
Avizoro un renacimiento.