Si nos hubieran dicho en 1990 que Ensenada es un paraíso con ríos de vino y frutos de mar cayendo desde cornucopias de autor, probablemente nos habríamos reído. En ese entonces, Ensenada estaba dentro del mismo campo semántico que Tijuana: en nuestra caricaturesca mente infantil, Baja California era hogar de El Chupacabras, robachicos y otras especies de monstruos.
Nuestra caricatura de Ensenada ha mutado decenas de veces con los años: poco a poco, conforme las noticias fueron cambiando de color, los malandrines se volvieron gringos retirados, a quienes se les sumaron alegres casitas rodantes, tacos de langosta y mucha cerveza. Ya bien entrada esta década, cuando nuestros amigos comenzaron a ir a Ensenada a probar vino, dormir en hoteles boutique, comer en restaurantes de lujo y regresar a la Ciudad de México con anécdotas que parecían provenir de una respingada villa italiana, tuvimos que tirar a la basura todos los dibujos anteriores y jurarnos, pronto, un vuelo.
Cuando aterrizamos en Ensenada, el collage cambió de nuevo, y de manera mucho más radical esta vez. En realidad, aún después de volver, es amorfo: durante días intentamos definir y simplificar ese extraño lugar tan zarrapastroso y sofisticado a la vez. La carretera gris y semidesértica, que de pronto se transforma en interminables campos de vid, nos hizo pensar que un buen título para este texto sería “Ensenada: un vergel árido”, pero después de dos días la cosa se complicó: tras echar unas tostadas en La Guerrerense (de esas que te ponen erizo el lomo a la primer mordida) el mismo día que cenamos en la Finca Altozano de Javier Plascencia (las papilas gustativas tintinando como estrellas de la clara noche ensenadense) pensamos ponerle a esta columna: “Ensenada: un changarro de autor”. Pero el lector, que es observador, ya habrá notado que finalmente nos decidimos por otra cosa. No se trató de una decisión azarosa: fue culpa de un brebaje igual de peculiar que el resto de la experiencia.
Al principio no supimos de qué se trataba. Era refrescante y frutal; como estábamos en el Valle de Guadalupe, pensamos que se trataba de un vino rosado con un punch particular.
Pedimos una y otra vez hasta olvidar el calor y todo lo que antes imaginábamos de aquella ciudad. A la mañana siguiente nos enteramos del nombre de esa bebida que hoy, para nosotros, es la nueva imagen mental de Ensenada: se llama Wild Ale, y es un híbrido entre cerveza y vino, entre desparpajo y sofisticación. Es la versión bebestible del Mulet ochentero (party in the back, office in the front). El maridaje perfecto para una elegante langosta hecha taco y embarrada de frijol.
Esto último, claro, no es Ensenada, sino Rosarito, pero, hey: permítanos seguir afinando nuestra caricatura de aquel lugar, que es todavía un poquito salvaje.