A mitad de la campaña electoral, vaticinando un amplio triunfo de AMLO, advertía yo aquí que un voto por él debía interpretarse más como un rechazo al status quo que como un cheque en blanco a su cuarta transformación. Recordaba cómo esto se ha estudiado profundamente desde la teoría democrática, y apuntaba que en general, los votos sirven para elegir gobernantes, más que definir política pública de manera específica. Profundizo ahora. Se ha hecho mucho más patente cómo los triunfadores comprenden su mandato, y cómo los derrotados están recibiendo este mensaje.
La mejor crítica al uso de la razón de los votos sobre la del argumento analítico la ha hecho ya Jesús Silva-Herzog Márquez (Reforma, 6 de agosto 2018, “Arrogancia en la victoria”). Para atemperar lo que se percibe hasta ahora, se esperaría que durante la transición, y en especial después de las reuniones técnicas que debieran seguir a la calificación de la elección, se vayan moderando y afinando algunas posiciones gracias al conocimiento detallado de la administración pública federal y sus dilemas actuales.
Porque he trabajado con ellos, estoy cierto de que varios perfiles del gabinete entrante serán sensibles a lo que escuchen con sus pares del gobierno saliente. La verdadera pregunta es si la nueva administración será capaz de incorporar a su plan y narrativa un conocimiento e información que en muchas áreas será sin duda muy contradictorio a sus predisposiciones iniciales. Desde seguridad, donde la lógica del perdón es imposible sin el combate a la impunidad, hasta educación, donde además del reacomodo político será indispensable pensar de fondo en calidad y contenidos, pasando por energía, donde el mercado mundial y el cambio tecnológico sobrepasan por mucho las lógicas del nacionalismo petrolero, la dimensión y complejidad de los problemas abren oportunidades enormes para la innovación de argumentos, soluciones, e incluso de oferta política.
Es muy saludable que nuestro sistema presidencial pueda ofrecer a una mayoría de su población el ejercicio de un gobierno unificado. Particularmente cuando el electorado se encuentra harto del presente y sin alternativas de continuidad convincentes, es gratificante que los votos ofrezcan una oportunidad de alternancia que tenga más capacidad que la de presidentes sin respaldo en el Congreso, teniendo que negociar todo con opositores, las más de las veces oportunistas y rapaces. También puede ser útil que el golpe del fracaso sacuda las conciencias de quienes fueron derrotados, a un grado tal que los concite a la reinvención ante la inminencia de ser irrelevantes; que se haya hecho urgente la renovación del liberalismo.
Pero un gobierno con tanta responsabilidad como el que viene, requiere para su éxito de una perspectiva poco común, y que ha brillado por su ausencia: donde las certezas se basan en la necesidad de cambio y la motivación del mismo, pero se acompañan de una buena dosis de apertura en la elección de instrumentos y políticas concretas. Donde son elementos centrales la confianza en la técnica, la evidencia, y la conciencia del futuro para reconstruir alternativas, opciones y propósitos. No es tan fácil, pero se puede.