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Los miserables

OPINIÓN

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    Ya había visto Los Miserables el día de su estreno para la prensa, es decir, para mí, el peor día para verla. Muy pronto cuando la obra no ha agarrado aún ese sazón indescriptible que toman cuando los actores las juegan con la confianza del tiempo. Cuando la prensa se pone juiciosa y las “celebridades” están más preocupadas por no dejarse correr el maquillaje por la trama. Así lo viví yo, aceptando de antemano que soy medio amargada y mala para situaciones de “lucimiento” social... generalmente las odio. Precisamente por esto fue una delicia regresar, lejos de la incomodidad del estreno, meses después de que se dio a conocer el resultado de esta puesta en escena que la verdad es majestuosa. Victor Hugo no tuvo piedad de nadie cuando expuso así lo terrible de la vulnerabilidad humana con una hermosura abrumadora. Todo ocurre en la Francia revolucionaria y sin embargo y con cierto miedo todo me huele a México: el descontento, la injusticia, los contrastes, ese embudo que aplastará siempre al más desprotegido. No puedo evitar dejarme llevar por el desconsuelo de una madre desesperada, de una niña a la deriva, de un hombre huérfano de todo, de una sociedad que exige justicia, cambio y libertad. Por más pena que siento con todos los que me rodean sentados en las butacas, las lágrimas corren por mis mejillas y ya no puedo parar, todo me parece familiar, no hay quien haga un pequeñísimo examen de consciencia y no se encuentre así... miserable, en harapos clamando la siguiente escena de su vida para sentirse aliviado o completamente vencido. La obra habla de ese clamor y también del perdón, de las cuentas personales que al final son las únicas que importan. En los miserables como en el mundo que vivimos nada se desenlaza fácil pero todo tiene un sentido perfecto de causa y efecto, de responsabilidad moral. Continúo dejándome perder en melodías que me oprimen el corazón, en personajes que ya siento como familia, en parajes grises bien logrados, en escenas que me arrancan lágrimas para después hacerme carcajear con lo absurdo y humano. La obra es perfecta, todos están tan cómodos en la piel de su personaje que cuando termina da pena regresar a lo cotidiano, con los ojos hinchados de tanto llorar, el corazón revuelto y la mente en otra parte. Que trabajo tan extraordinario el del teatro: crear universos y hacerte perder en ellos para luego escupirte de nuevo en la realidad habiendo transformado algo en ti. Todos se van pensando, sintiendo, caminamos por los pasillos del recinto como un cardumen que necesita desahogo. Escucho conclusiones, no puedo evitar oír conversaciones de los testigos de lo ocurrido, del miedo y temor que da darse cuenta que alguien pueda plasmarnos en una obra a todos, que el tiempo cambie las cosas tan poco y que las revoluciones siempre huelan a lo mismo: inconformidad, sangre y fe. A que sea el teatro desde siempre ese templo hecho de un espejo.