Visitar Roma es constatar la fragilidad de las civilizaciones humanas. Su famoso Coliseo, construido hace casi dos mil años, albergaba cerca de cincuenta mil personas para atestiguar los logros del imperio y los talentos de sus magníficos gladiadores. Impresionan la complejidad y dimensión del estadio, pero sobre todo, la rapidez de la obra. Tardaron solamente diez años en construirlo. Esto fue posible por la abundancia de trabajo forzado de miles de esclavos; testimonio, a su vez, de la extraordinaria dominación que el imperio romano ejercía en el mundo occidental en aquel entonces.
El resto de la historia es conocido. A un lado del Coliseo se encuentran las ruinas del foro romano, que era el centro de la ciudad imperial. Este se empezó a restaurar tras cientos de años de abandono y destrucción, resultado de la caída de Roma y la larga noche medieval.
En suerte nos toca, quizá, asistir al cénit y derrumbe de otro imperio. Vimos, hacia el cierre del siglo pasado, con la caída del muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética, la consolidación de una idea de convivencia global pacífica, basada en la democracia y la libertad como fundamentos para la paz y la prosperidad.
Hoy, tal vez, todo es distinto. Hoy los propios estadounidenses ven al mundo, y se ven a sí mismos, con una mezcla de nostalgia anticipada y se preguntan por qué será recordada lo que pudiera ser su tan efímera hegemonía. ¿Los viajes a la luna, la enorme prosperidad de la segunda mitad del siglo XX, los avances tecnológicos, Google y Facebook, o Hiroshima y Nagasaki?
Con suerte no será recordado este periodo por una derrota catastrófica de los fundamentos que le dieron sentido. Pero ello es, precisamente, lo que está en riesgo. No sólo se trata del absurdo posible de una guerra de destrucción masiva iniciada por democracias populistas y regímenes autocráticos en mutua provocación. Más esencialmente, lo que puede ir a las ruinas de la historia es la preeminencia de la aspiración democrática e igualitaria que nos ha guiado durante casi ya trescientos años.
A ello apuntan muchas señales. Además del liderazgo de Trump, y la consolidación autoritaria en China y Rusia, en muchos espacios ha perdido vigencia la idea de que es desde la igualdad en la diferencia, desde el conflicto y el consenso, desde donde podemos reconstruir permanentemente nuestra civilización. Quizá por ello también Madeleine Albright, excanciller estadounidense, ha preparado su nuevo libro “Fascismo”, como advertencia del grave mal que nos acecha en todo el mundo.
No imagino a los emperadores romanos, a sus enormes cortes, a los miles y miles de asistentes al Coliseo conscientes, quizá hasta muy tarde, de su inminente fragilidad. Tampoco es claro que hubiese caminos ineludibles para evitar la caída. Pero hoy también en ello el mundo es distinto. Quizá la velocidad con que podemos comunicarnos, reflexionar, y hacernos cargo de los riesgos y preparar las respuestas, es una oportunidad para evadir el cataclismo. Y ahí estaría entonces, también, la gran contribución de nuestra era.
Decano Ciencias Sociales y Gobierno Tecnológico de Monterrey
@AlejandroPoire